Decía
Lord Byron que quien no ama a su patria no puede amar nada. En los últimos
días, el escenario político español se ha convertido en tragicomedia – más
trágica que cómica – representada por unos señores que, lejos de velar por el
interés de sus compatriotas, se afanan en conseguir un sillón en el que sentar
sus posaderas durante los próximos cuatro años. Los políticos a los que nos ha
tocado padecer siguen discutiendo cómo repartirse ministerios, cargos y
prebendas, al tiempo que en Cataluña se urde un golpe de Estado, al tiempo que las
familias españolas pasan las de Caín para llegar a fin de mes. Ellos están a lo
que están. A la poltrona.
Observando
la actual situación, no resulta difícil percatarse de cuál es el mal que aflige
a nuestros políticos y, en consecuencia, a nosotros: la falta de patriotismo.
Es éste un mal que emponzoña y corrompe la política, un mal que aboca a la
extinción a toda democracia liberal que lo sufre. Durante años, los partidos
españoles han antepuesto sus propios intereses al bien de la nación. Nada les
impidió pactar con independentistas cuando lo necesitaron; nada les impidió
cubrirnos con el ominoso manto de la ignominia negociando con ETA. Desde la
misma Transición, muchos de nuestros políticos se han preocupado exclusivamente
por sus prebendas, por su faltriquera. Si bien ha habido excepciones, éstas son
exiguas.
Hogaño,
en un contexto de miseria moral, es cuando más manifiesta se torna esta
ausencia de patriotismo. Así, el PSOE está dispuesto a pactar con el mismo
diablo para conseguir las llaves de La Moncloa. Así, el PP, aun acuciado por la
corrupción y las promesas incumplidas, todavía no ha presentado a los españoles
su inmediata disolución. Por no hablar de Podemos, que incluyó en su programa
electoral un referéndum encaminado a legitimar la destrucción de España. A
todos éstos les une un denominador común. El odio a España, a su historia y a
sus gentes. No es que no sean patriotas, es que son hispanófobos.
El
patriotismo y la vocación de servicio al pueblo son indispensables para todos
los regímenes políticos, pero en especial para las democracias liberales. Y es que,
en caso de no existir, el sistema de partidos se torna en una vulgar lucha,
alejada de la realidad social, por el poder; en un mercado en el que lo que
menos relevante son las demandas del ciudadano.