Cuando pienso en el debate
suscitado a propósito del burkini, se me viene a la sesera una reveladora
leyenda cuya veracidad o falsedad es poco relevante. Con los turcos en pleno
asedio de Constantinopla, los sabios de Bizancio, en lugar de preocuparse por
hallar el mejor modo de combatir al invasor, andaban enfrascados en un debate,
sugestivo e inútil a partes iguales, sobre el sexo de los ángeles. Algo así
pasa, como digo, con el asunto del burkini en las costas francesas. Salvando
las distancias, claro. Y es que en el Occidente hodierno los sabios no
proliferan y el debate más elevado viene casi siempre a colación del fútbol.
El de la prohibición o no de
esa recatada prenda es un debate perfectamente absurdo, librado, además, con
argumentos que no merecen un calificativo distinto. Así, los liberal-progres
arguyen que proscribir tan atávica vestimenta supondría atentar directamente
contra la libertad fundamental de las mujeres musulmanas, mientras que los
liberales que - por recato o de cara a la galería - mantienen “conservador” en
su identificación ideológica señalan que las mujeres que llevan el burkini no
son libres de elegir, pues viven en un ambiente social que las coacciona. Los
primeros ignoran que, atendiendo a la disparatada regla de tres que rige su
razonamiento, toda ley violaría libertades fundamentales (¿o acaso tengo yo
derecho a ir por la calle en paños menores, por ejemplo?). Los segundos, por su
parte, desconocen que nadie, ni siquiera el occidental de pura cepa, es
absolutamente libre, ya que todas las decisiones del hombre están condicionadas
por la costumbre, por las leyes o por la naturaleza misma.
El debate del burkini, tal y
como se ha planteado, sólo es posible en una civilización decadente, aletargada;
en una civilización que, como consecuencia de su ya irremediable patología, es
incapaz de percibir la amenaza que se cierne sobre ella y poco hábil cuando de
definir al enemigo se trata. Así, al tiempo que nuestro suelo se llena de
mezquitas - en las que se predica la inferioridad de la mujer respecto al
hombre - y el yihadismo nos golpea de manera atroz, nosotros no hallamos otro quehacer que el de echarnos los trastos a la cabeza sirviéndonos de un asunto
banal. Son tiempos éstos en que el debate habría de estar iluminado por grandes
preguntas como “¿es el islam compatible con Occidente?”; “¿es el modelo
multicultural el modelo deseable de inmigración?”, “¿estamos dispuestos a
recuperar las esencias de la civilización cristiana?” Respondidos estos
interrogantes, que no se ponen sobre la mesa por simple obediencia del rebaño
europeo a los dogmas de la corrección política, todo lo demás vendría dado; la
elección entre burkini o traje de baño se antojaría fácil, porque antes ya
habríamos elegido entre islam u Occidente y, por tanto, entre defender
Constantinopla o discutir sobre el sexo de los ángeles.