A pesar del pronóstico de las
encuestas, que ya han hecho del error su estado de naturaleza, Trump se impuso
en unas elecciones estadounidenses devenidas en marcha triunfal. Y el
empresario lo logró a pesar de la unánime oposición de los medios de
comunicación estadounidenses, que se sirvieron de los ardides más inmorales
para compeler sutilmente a sus lectores a votar por Hillary Clinton, mujer asediada
por unos casos de corrupción que habrían tumbado la candidatura de cualquier
otro postulante a la Casa Blanca. Nuestros avezados analistas se han afanado en
explicar en las últimas semanas, con exasperante suficiencia, tamaña epopeya:
“Los americanos han votado a un candidato poco preparado del que sólo se conoce
su racismo y su misoginia”, han dicho, sesudos. Sin embargo, lo cierto es que
el motivo de la victoria electoral de un personaje como Trump es mucho más
simple; tanto es así que es susceptible de sintetizarse en una sola palabra: hastío.
Los modos desafiantes de Trump
congeniaron desde el principio con ese americano medio hastiado de la
corrección política. No en vano, si algo ha caracterizado durante la campaña al
ya presidente electo de EEUU, es ese compromiso – tan displicente para el mundo
hodierno – de llamar a las cosas por su nombre, de denunciar lo que antes la
sutil tiranía de la corrección política impedía denunciar. Este desafío al
orden de las cosas, esta revolución, libró al pueblo estadounidense del temor
al estigma (la hoguera del mundo actual). En definitiva, con Trump lanzando
rompedoras arengas desde el atril, todos esos insultos con que el pensamiento
único vitupera al discrepante – fascista, xenófobo, machista, extremista – se
antojaban inocuos.
¿Y de quién emana el discurso
políticamente correcto? Sobre todo, de la prensa. El hartazgo de la sociedad
estadounidense hacia ésta es tal que cuanto más furibundo era el ataque de los medios
a Trump, más respaldo popular parecía recibir éste. Estas elecciones serán recordadas
como aquéllas en que se dio sepultura a la indispensable ligazón entre prensa y
sociedad, como aquéllas en que los medios dejaron de ser retrato fidedigno del
pueblo. Mientras más de doscientos periódicos respaldaron públicamente a
Clinton durante la campaña, sólo seis apoyaron a quien luego resultó elegido
presidente. La anomalía es manifiesta. La dura realidad es que Trump no ganó
las elecciones a pesar de las críticas de los tan desacreditados
medios de comunicación, sino precisamente gracias a éstas.
La última esquina de este
triángulo del hastío son las élites políticas, punta de lanza del establishment
estadounidense. La campaña de Trump tuvo como eje la crítica a unos políticos
que han dejado de servir a la gente para servir a los intereses del globalismo,
ese movimiento que pretende dinamitar los estados-nación y constituir lo que
Soros (gran benefactor de Clinton) denomina “gobierno mundial”. Y, de nuevo,
este mensaje caló en un pueblo harto de que el “establishment” le propine puntapiés
en las posaderas a base de leyes de ingeniería social, tratados de libre
comercio, olas de inmigración y deslocalizaciones industriales. La oposición a
esto último, por ejemplo, permitió al magnate ganar la batalla electoral en
Michigan y Pensilvania, estados cuya antaño pujante industria ha quedado
desmantelada por ese reprobable afán de las grandes corporaciones de abaratar
la mano de obra de cualquier manera.
La victoria de Trump es,
en cualquier caso, sólo uno de los primeros síntomas del triunfo de la política
del hastío. Y es que, este año, el Frente Nacional tratará de conquistar
el poder en una Francia devastada por el multiculturalismo. Si lo consigue, ya
dispondremos de indicios suficientes para pensar que el hielo de un invierno demasiado
largo e inclemente comienza a derretirse, tal y como ocurrió en Narnia cuando
Aslan regresó para destruir el reino de terror de la Bruja Blanca.