Al
fin, después de tantos años, se ha celebrado este fin de semana el tan anhelado
décimo octavo congreso del Partido Popular. Algunos esperaban ingenuamente que
éste marcase un antes y un después en la formación, pero lo cierto es que su
celebración ha sido fútil, pues nada ha cambiado tras él: se ha reafirmado el
poder omnímodo del prócer supremo y se ha obviado todo debate ideológico.
Además, el tedioso congreso ha consolidado la conversión del PP en un cártel cuyo
único fin – para el que todo medio es válido, incluso la traición a los propios
principios – es el poder.
No ha
mutado con este congreso la esencia del PP marianil, que no es sino el lacayuno
servilismo al mundo posmoderno. Con Rajoy, el PP ha dejado de ser, en materia
social y moral, el PSOE con diez o quince años de retraso (como era antes) para
tornarse en vanguardia española de los postulados de la ideología de género en
particular y del marxismo cultural en general. A pesar de mantener el cínico
apellido de ‘humanista cristiano’ (con propósitos puramente electorales),
defiende ufano el aborto, el matrimonio homosexual y la imposición de la
ideología de género en las aulas, así como abre la puerta – a la espera de que
una comisión de ‘expertos’ se pronuncie – a la eutanasia y a los vientres de
alquiler. Todo ello auspiciado por una masa de votantes que cada domingo,
paradójicamente, se arrodilla en las iglesias rogando a Dios un mundo mejor.
También
ha abjurado el PP de Rajoy, acríticamente ovacionado en un congreso devenido en
masaje filipino al líder, de la defensa de España misma. Y es que, para aquél,
el secesionismo catalán es un mero problema económico, y la consecuencia lógica
de las declaraciones de sus más egregios miembros es la disolución de España,
una de las tres o cuatro naciones que ha hecho la historia, en ese tiránico superestado
que hogaño constituye la Unión Europea. De hecho, no hace demasiado tiempo el
jaleado mandatario popular aseveraba, en un reprobable afán de congraciarse con
los detractores de Trump, su rotunda oposición a las fronteras.
La
dura realidad es que el Partido Popular, con su giro hacia la izquierda, ha
tornado la política española en una gran farsa; una gran farsa en la que la
pluralidad, elemento indispensable de toda democracia liberal, ha pasado a
mejor vida. Y es que, por obra y gracia del PP, todas las personas que sientan
sus posaderas en el Parlamento piensan igual en cada uno de los grandes temas
que se están discutiendo en el Occidente hodierno. Así, todos, desde Podemos
hasta el PP pasando por los adanistas de Ciudadanos, son proclives a ceder
soberanía nacional a entidades supranacionales, prefieren inmigración antes que
natalidad y se pliegan ante los principios del progresismo moral. Manteniendo,
eso sí, un aspaventero debate en los asuntos accesorios; no vaya a ser que el
votante se percate de que su democracia ha devenido en despotismo.