Por
toda Europa están emergiendo partidos políticos que denuncian los efectos
perniciosos de los movimientos migratorios masivos y de la globalización para
las clases medias y bajas occidentales. Estos partidos, que han hecho de la
defensa del Estado- Nación su más representativa bandera, son motejados por las
formaciones tradicionales – las sistémicas – de ‘populistas’ y ‘extremistas’.
No obstante, merece la pena preguntarse cuáles son los motivos que los han
alzado, pues los movimientos políticos no son producto de mentes arbitrarias
que repentinamente deciden crear un sistema de ideas, sino que responden
realidades sociales concretas. Así, el comunismo nació cuando los obreros, como
consecuencia de sus miserables condiciones laborales, deseaban volver a ser
vasallos; así, el fascismo surgió cuando las ideas liberales eran
constantemente cuestionadas como resultado de la I Guerra Mundial y sus efectos
colaterales.
Hace
unos años, el obrero occidental se ganaba la vida en una fábrica y tenía un
salario digno con el que podía mantener a dos o tres vástagos. Además, la
posibilidad de que lo despidiesen se le antojaba remota. Hoy, ese mundo de
justicia social y de estabilidad se ha desvanecido. O, mejor dicho, ha sido
destruido por una cosmopolita plutocracia que ha percibido en la globalización
una pintiparada oportunidad de hacer negocio.
En los
últimos treinta años, las deslocalizaciones industriales se han sucedido como
disparos en un tiroteo. Las empresas descubrieron en Asia mano de obra barata
con la que reducir los costes de producción y, en un contexto en el que no
había más monarca que el dinero, no dudaron en dejar a sus trabajadores
occidentales con una mano delante y otra detrás. Para percatarse de tamaña
tragedia, basta con echar un vistazo a las otrora ciudades industriales de
Ohio, Pensilvania y Wisconsin: nada queda ahí de ese mundo humeante que a casi
todos daba trabajo. Y es que ese mundo humeante emigró a tierras donde los
gobiernos le permiten esclavizar a los trabajadores.
Insatisfechos
con sus deslocalizaciones, los plutócratas, que son quienes en verdad nos
gobiernan, han promovido movimientos migratorios masivos desde países del
tercer mundo – especialmente islámicos – hacia los países occidentales. El
propósito es igual de ominoso: abaratar la mano de obra. ‘Como los inmigrantes
están dispuestos a trabajar por cualquier salario, contratémoslo. Y al
trabajador autóctono, que le den’, piensan.
La
consecuencia de todo esto es una clase media occidental proletarizada; unos
obreros forzados a competir con asiáticos que trabajan dieciséis horas al día
por cuatro duros y con inmigrantes que están dispuestos, naturalmente, a
aceptar los sueldos más indignos. En este contexto, parece lógico que los
trabajadores medios opten por apoyar a esos partidos que plantean una
alternativa a ese sistema que los ha arruinado; a ese sistema que, para
beneficiar a unos pocos, los ha despojado de todo cuanto tenían.
Algunos
plantean, cegados por un inhumano dogmatismo, que los occidentales debemos
adaptarnos a las nuevas condiciones económicas y, por tanto, avenirnos a cobrar
menos y a trabajar más. Ése es el único modo, dicen, de salvarnos del feroz
oleaje de la globalización y el libre comercio. No obstante, la ilegitimidad de
este razonamiento es manifiesta, pues trata de acomodar el alma humana a las
condiciones; supedita el alma humana a un modelo económico concreto.