El amor por la patria debiera ser como el amor que el padre profesa a su hijo; un amor incondicional, que no atienda motivos o razones
Si algo hemos de agradecerle a
los secesionismos catalán y vasco, es que ponen de manifiesto a diario la
contumaz torpeza de una clase política española que se halla anclada en ese
afán de suicidio llamado cortoplacismo. Ante los constantes desafíos de la avara burguesía catalana (y de esa izquierda exaltada y maloliente que le hace
el trabajo sucio), nuestros políticos, sin apenas distinción de partidos, se
afanan en enumerar motivos, razones, por los que Cataluña debería permanecer en
España, unidad política generalmente motejada como ‘Este País’. Así, disertan,
con esa irritante petulancia que sólo el ignorante puede exhibir, sobre lo
desconcertante de que un grupo de personas quiera destruir una nación
grandiosa, democrática, próspera y estupenda como España.
Quien haya leído a Chesterton
advertirá al instante la debilidad de esta viciada argumentación: que abre la
puerta a que España sea descuartizada cuando deje de reunir las condiciones
citadas. Cuando nuestra patria deje de ser democrática, el separatista catalán
o vasco de turno reclamará una inmediata ‘desconexión’. Cuando deje de ser
próspera, habrá ingentes liberales que divaguen sobre la conveniencia de
disolverla. Cuando deje de ser grande, no quedará nadie que defienda el
imperativo moral que preservarla constituye. Y esta tragedia será
responsabilidad de quienes, durante años, predicaron una suerte de amor
racional.
El amor por la patria debiera
ser como el amor que el padre profesa a su hijo; un amor incondicional, que
no atienda motivos o razones. Un vástago, como un progenitor, no es amado por
su estatura, su inteligencia, o por su habilidad para tal o cual deporte. Es
querido por el mero hecho de que existe. Del mismo modo debería ocurrir con la
nación, que es una realidad que nos viene dada; una realidad que deberíamos
afanarnos en perfeccionar cada día.
Nuestra patria sólo pervivirá
si a los niños – ya sea en las escuelas o en casa – se les enseña a amarla
incondicionalmente, cual si de un regalo divino se tratara. No debemos amar
España porque sea grande, democrática o próspera, sino por el mero hecho de que
es española. Y, cuando amemos a España por ser española, se tornará grande,
democrática y próspera.