El progresismo, en tanto que determinista, es la más deshumanizadora de las ideologías, pues no acepta la misma esencia del hombre.
Entre los más irracionales credos que uno puede encontrar,
la fe en el progreso, tan común en Occidente desde las postrimerías del Siglo
XIX, ocupa un puesto prominente. En nuestra delicuescente época, la historia es
presentada como una línea recta que conduce ineluctablemente a la sublimación
del ser humano a través de los avances técnicos y científicos. Un mal intelectual
que, de no estar tan extendido, podría despacharse con esa risotada de suficiencia
con que la verdad deja en evidencia a la mentira y la bondad destapa las
vergüenzas de la maldad.
Tras el progresismo – así llamaremos a este mal intelectual
– subyace una entronización del determinismo y una consecuente negación de la
libertad humana. Quien afirma que el mero transcurso del tiempo implica,
inevitablemente, una mejora de la salud moral de la sociedad rechaza que el
hombre, con su libertad, sea el principal actor de la historia; rechaza, en
definitiva, que el ser humano pueda alterar el curso de los acontecimientos. El
progresismo, en tanto que determinista, es la más deshumanizadora de las
ideologías, pues no acepta la misma esencia del hombre.
El progresista que lleva sus creencias hasta las últimas
consecuencias niega que el hombre sea libre de elegir entre bien y mal, entre
mejora y deterioro, entre verdad y mentira o entre justicia e injusticia. Le
torna en marioneta de una obra de teatro cuyo desenlace ya está escrito; en
animal que no sólo no puede aspirar a cambiar el mundo, sino que se sabe
incapaz de cambiar a su propia familia. Así, lo sumerge en un paradójico y
alienante pesimismo que tiene en el suicidio su más lógico final. Y es que,
para alcanzar la plenitud, el ser humano necesita encontrarle un sentido a su
existencia; necesita sentirse parte de un proyecto que pueda mejorar - o empeorar - con sus
libres y creativas acciones.
Por fortuna, la mayor parte de quienes apelan al progreso
como algo inevitable, como mero resultado del paso del tiempo, no han
examinado con detenimiento el verdadero significado de sus palabras. Si lo
hiciesen, si de verdad llegasen a la conclusión de que las acciones del hombre ni son libres ni tienen influencia alguna en el devenir histórico, se tumbarían en la cama
y, pacientes, aguardarían a que el progreso salvara el mundo.