Promoviendo el uso de anticonceptivos, fomentando un feminismo que reniega de la maternidad y hostigando la lucha de sexos, la izquierda posmoderna ha propiciado la materialización de uno de los sueños húmedos de la plutocracia: un mundo en el que predominen las familias de pocos vástagos y los individuos aislados.
Quizá
influidos por la reminiscencia de un tiempo pretérito que jamás
volverá, los obtusos medios de comunicación españoles acostumbran a
asociar el liberalismo económico con una suerte de conservadurismo
moral. Así, ignorando que el dinero y la tradición siguen caminos
diferentes e incompatibles, creen que quien toma el capitalismo como
sistema económico opta también por un modelo social y ético
opuesto al preconizado por el progresismo. La realidad, sin embargo,
es bien distinta.
El
progresismo moral, de hecho, no ha devenido sino en instrumento del
que se sirve el capitalismo para alcanzar sus propósitos.
Promoviendo el uso de anticonceptivos, fomentando un feminismo que
reniega de la maternidad y hostigando la lucha de sexos, la izquierda
posmoderna ha propiciado la materialización de uno de los sueños húmedos de la plutocracia: un mundo en el que predominen las
familias de pocos vástagos y los individuos aislados. No en vano,
como ya adivinaron los padres del pensamiento capitalista, cuando el
trabajador no tiene a nadie a quien mantener, sus exigencias
salariales se tornan, de pronto, más laxas, más compatibles con el
empresarial anhelo de maximizar los beneficios.
Así
pues, nos percatamos de que todos esos postulados progres acaban
beneficiando al dinero transnacional, que, por un lado, desea
familias diminutas para poder reducir los salarios sin oposición y
que, por otro lado, busca seres desarraigados que no hagan sino
consumir. Individuos que no amen, que no admiren; individuos que simplemente consuman hasta la extenuación o el suicidio.
En
su demencia, la izquierda posmoderna, que ha dejado de defender al
hombre común para abanderar las más disparatadas causas y proteger
a los más residuales colectivos, ha llegado incluso a hacer suyos
los ideales y objetivos de Malthus. Preocupados por el cambio
climático, los más conspicuos popes del pensamiento progre han
abrazado esa deletérea idea que responsabiliza del deterioro
mediombiental a un supuesto ‘exceso de población’ (¡cuando el
verdadero causante de ese deterioro es el mismo capitalismo que
anhela la reducción de la población mundial y que sólo atiende a
lógicas económicas!).
La
dura realidad que tratan de ocultar los medios sistémicos es que el
capitalismo, como ya ocurría hasta cierto punto en tiempos de
Belloc, se beneficia de la anarquía moral predicada por la
izquierda. Si se ha desarrollado tanto en las últimas décadas, es
porque esta última le ha ayudado a despojar a la sociedad de sus
anhelos trascendentes, de sus vínculos con el pasado (o de su
tradición) y de su sentido comunitario. Ello nos prueba que la
alternativa no se encuentra en los postulados de ninguna ideología
moderna o posmoderna (que, al fin y al cabo, bebe de las mismas
fuentes que el capitalismo), sino en esa milenaria institución que
tiene su sede en Roma y su origen en Jerusalén.