La manada' es producto de una sociedad que ha desligado el sexo del amor y que, en consecuencia, reduce aquél a la mera satisfacción de apetitos incontrolables.
Si
hay algo que caracteriza a la sociedad
hodierna, es su proclividad a poner
tronos a las causas y cadalsos a las consecuencias. Nos indignan los
males concretos y más evidentes (y eso prueba que no hemos
perdido del todo el sentido moral), pero ensalzamos los fundamentos
sobre los que esos males se asientan. Así, nos subleva la
mera posibilidad de que las pensiones públicas desaparezcan, pero
jaleamos las políticas antinatalistas fomentadas por instituciones
nacionales y supranacionales; así, nos consterna el yihadismo, pero
somos incapaces de reflexionar de modo más o menos sosegado sobre el
islam, al que motejamos acríticamente de religión de paz.
Lo
mismo ocurre con el caso de 'La manada', que tantas
conciencias aletargadas ha despertado
en los últimos días. Ya conocen de sobra los hechos: durante los
sanfermines, cinco hombres ultrajaron a una joven a la que
compelieron a hacer felaciones por
doquier y sometieron con la saña
propia del perturbado. El acto es abominable y, naturalmente, indigna a todo aquél de quien no se haya
apoderado el Maligno. Pero esta
indignación natural se revelará
estéril - ya lo ha hecho, en parte – si no nos afanamos en
descubrir y señalar los orígenes del mal específico.
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'La
manada' es producto de una sociedad que
ha desligado el sexo del amor y que, en consecuencia, reduce aquél
a la mera satisfacción de apetitos
incontrolables. El acto sexual, que antaño simbolizaba la plena
entrega al otro (y debería
seguir haciéndolo), constituye ya
poco más que un simple proceso químico en el que la otra
parte no es percibida como
fin en sí misma, sino
como simple suministradora de
placer; en el que la otra parte no es objeto de una mirada amorosa, sino
de una puramente lasciva. Es en la
desnaturalización de la sexualidad y
en la instrumentalización de las
relaciones personales donde se halla el origen de conductas como
la de los íncubos de 'La manada', cuyos instintos, por
cierto, son estimulados a diario
por la venérea realidad
que se nos presenta a todos – en forma de manzana envenenada –
tras la pantalla del ordenador.
Si deseamos luchar seriamente contra
los actos sexuales más sórdidos, empecemos por
criticar la distribución indiscriminada de preservativos. Si
deseamos acabar con las violaciones, empecemos por
demandar la inmediata prohibición de la pornografía (al menos entre
niños). Si deseamos más respeto hacia la mujer, empecemos por devolver la
prostitución al lóbrego habitáculo del
que nunca debería haber salido: la prohibición. Si no lo hacemos
– y al tiempo clamamos aspaventeramente contra los íncubos de
'La manada' -, no estaremos sino poniendo tronos a las causas (la
banalización del sexo) y cadalsos a
las consecuencias (las conductas sexuales depravadas).
Sólo recuperando
la extraviada sacralidad del acto sexual podremos
dejar de ser manada y convertirnos, de nuevo, en comunidad.