Un hombre feliz no es feliz por sus propios méritos; lo es porque hay otro – u Otro – que ha decidido amarlo incondicionalmente. Un hombre no es bueno por sus propios méritos; lo es porque hay Otro que lo sostiene, que lo impulsa.
Quizá
uno de los más desapercibidos males que afligen a las sociedades
occidentales contemporáneas sea la veneración de la independencia.
En nuestra época, los hombres que despiertan admiración entre sus
congéneres no son aquéllos que se confían a Dios y se apoyan en
otros hombres, sino los que se ‘hacen a sí mismos’, los que
toman las riendas de su porvenir y afirman sin cesar, jactanciosos,
su ilimitada libertad. Tanto es así, que la independencia se ha
tornado incluso en objetivo político de los burgueses catalanes y en
lema vacío del periodismo ‘pompier’; también en pretexto que
justifica la eliminación sistemática de los niños con discapacidad
en el vientre de sus madres.
Habrá
quien sostenga que esta inclinación social no constituye mal alguno.
Lo más natural, dirá, es que el hombre persiga con avidez la
independencia, pues sólo con ella será verdaderamente libre. Se
trata de un razonamiento – falaz – propio de sociedades
capitalistas, donde el irrefrenable deseo de ganancia va conformando
poco a poco una mentalidad individualista, una mentalidad que se
asienta sobre la premisa de que el hombre fuerte es aquél no se
apoya en el prójimo (más que para obtener un beneficio económico,
claro).
Lo
cierto, sin embargo, es que el hombre verdaderamente fuerte es aquél
que vence – con el auxilio de la gracia – la tentación de la
soberbia y, humilde, se reconoce dependiente por naturaleza. No sólo
necesitamos al otro para alcanzar cierta prosperidad económica, sino
también para colmar el anhelo de plenitud que nos es propio. Un
hombre feliz no lo es por sus propios méritos; lo es porque hay otro
– u Otro – que ha decidido amarlo incondicionalmente. Un hombre
no es bueno por sus propios méritos; lo es porque hay Otro que lo
sostiene, que lo impulsa. El ser humano aislado, emancipado de las
‘ataduras’ comunitarias y divinas, no es libre; es simplemente
infeliz e incapaz.
Decía
San Agustín que ‘nuestra firmeza es verdadera mientras eres Tú
mismo; pero, cuando es firmeza nuestra, es debilidad’. Quizá sea
ésa una de las más elementales verdades que enuncia el catolicismo:
que nosotros no nos bastamos; que el hombre, en tanto que hombre,
nada puede lograr por su individual esfuerzo. Lo sostiene la gracia
de Dios, y no es capaz sino del mal cuando se cierra a ella para
afirmarse sí mismo.