Por Juan Oltra, firma invitada
Que
sí. Que a estas alturas ya nos hemos enterado todos. No somos
de izquierdas ni de derechas. El repertorio fraseológico es tan
amplio como repetido. Es hemiplejia moral; es ceguera
intelectual; es una perfecta imbecilidad… En fin, lo de
siempre. Nos sabemos magníficamente la lección, vaya.
Reconozco,
como el que más, lo afortunado que estuvo en este punto Ortega y
lo aprovechable de esa ruptura con ambos posicionamientos, en cuanto
epifenómenos de un mismo proceso revolucionario.
Pero
hagan el favor: miren a su alrededor. Izquierda y derecha han volado
por los aires. Estas categorías no sirven ya ni como etiquetas. ¿No
creen que viene siendo hora de renovar nuestro lenguaje político?
Hablar
de “las derechas” siempre ha resultado complejo y polémico. Si
algo parece habernos quedado claro es que emplear el término en
singular es casi una aberración académica. Pero, más allá de la
complejidad semántica, es fácilmente constatable que decirse “de
derechas” ha llevado aparejada desde hace décadas una nota social
de infamia. Precisamente por ésto, los acomplejados herederos de
este bagaje político son los primeros en desentenderse de él o en
apresurarse a lavarle el rostro y dar una imagen más cool. En
este sentido, el ejemplo de Cristina Cifuentes resulta
paradigmático. En efecto, se han integrado a la perfección ─incluso
promoviéndolo─ en el consenso socialdemócrata que sustenta al
régimen partitocrático del 78, y que constituye uno de los ejes del
Mátrix progre, en genial expresión de Juan Manuel de
Prada.
Sin
embargo, donde se observa con mayor claridad la pérdida de
relevancia de la vieja dialéctica derecha-izquierda, es en el
análisis de la evolución de esta última.
Fueron
“poetas” como A. Ginsberg quienes sentaron las bases
de la metamorfosis izquierdista. Comienzan a divulgar en Estados
Unidos los postulados freudomarxistas heredados de la Escuela de
Frankfurt, y es así como las obsesiones sobre la sexualidad
comienzan a eclipsar el discurso clásico de la izquierda. Asimismo,
el individualismo moderno más extremo se abre paso velozmente frente
a la idea ─también moderna, pero no ajena a la izquierda─ de
colectividad.
Las
influencias de esta izquierda renovada se extienden en la juventud,
especialmente en el ámbito universitario. Y llegamos así, en
Europa, a mayo del 68.
Pese a que original y epidérmicamente el mayo francés
recogiese reivindicaciones sociales; en el fondo constituyó el cénit
del proyecto nihilista que se inició en los albores de la
modernidad.
El
hedonismo, el materialismo y el individualismo egoísta que
importasen los Estados Unidos, regresaban a Europa con mayor
proyección y fuerza que nunca. Las más infantilizadas utopías
compendiadas en estúpidos eslóganes, se combinaban
contradictoriamente con la admiración hacia la China de Mao.
Pero
no nos engañemos. El supuesto carácter transgresor del fenómeno no
excedió los límites de la moral. Y, aun así, se trató de una
transgresión subvencionada. En efecto, mayo del 68 supuso la alianza
decisiva entre el modelo económico capitalista y la progresía
cultural. Al reflexionar sobre estas cuestiones no podemos dejar de
recordar las tesis de Augusto del Noce, quien consideraba que
la aplicación del marxismo, en general, había contribuido a “pulir”
la moral burguesa. Se desembarazaba así de toda reminiscencia a
conceptos tradicionales, y la moral burguesa-cristiana pasaba a ser
una moral burguesa pura. Es por ello que, siguiendo a del Noce, nos
atrevemos a asegurar que mayo del 68 pasó a la Historia como la
última de las revoluciones (intra)burguesas.
Al
decir de Alain de Benoist, «lejos de exaltar una disciplina revolucionaria, sus partidarios querían ante todo “prohibir las prohibiciones” y “gozar sin barreras”. Muy pronto se dieron cuenta de que hacer la revolución y ponerse “al servicio del pueblo” no era el mejor camino para satisfacer sus deseos. Por el contrario, comprendieron que éstos se verían satisfechos con mayor seguridad en una sociedad liberal permisiva. Y se terminaron aliando de forma natural con el capitalismo liberal, lo que no dejó de reportar, a un buen número de ellos, ventajas materiales y financieras».
Será
esta nueva izquierda la que arríe paulatinamente las banderas de la
justicia social para sustituirlas por las de la justicia
antropológica, como bien apunta Dalmacio Negro en recientes
estudios.
La desmembración de la sociedad en multitud de colectivos; la ruptura del lazo social y la creciente abulia, conformismo y despreocupación de los ciudadanos —descompromiso que encuentra sus mejores reflejos en España, donde se ha implantado ejemplarmente el homo festivus— hacen que las llamadas luchas posmodernas derivadas de la hegemonía ideológica de esa izquierda (que triunfó culturalmente en aquellos años, y que políticamente comienza a conseguirlo ahora), cumplan eficientemente tres funciones principales. A saber:
- Controlar el pensamiento, que se puede desarrollar solamente dentro de unos límites marcados por la mal llamada “corrección” política.
- Destruir
todos los elementos orgánicos que aun pudiesen conservar, o desde
los que reconstruir, la noción de comunidad y de bien común. El
individuo aislado e independiente, atomizado. Se busca completar su
emancipación, en definitiva.
- Fijar el foco de atención sobre unos productos ideológicos artificiosos (pansexualismo, ecologismo, antirracismo (mención aparte merecería el multiculturalismo), veganismo, feminismo y abortismo, pacifismo, animalismo, proclamación de infinidad de “identidades” de género…) para desviar la atención de las cuestiones verdaderamente cruciales.
Resulta
cuanto menos sospechosa la confluencia de intereses entre las agendas
de las élites y las de los colectivos protagonistas de estas
reivindicaciones humanitaristas posmodernas. Son los grandes magnates
quienes financian las actuaciones de los lobbies, tras lo cual pasan
a ser considerados poco menos que filántropos. Puede que el
personaje más conocido a este respecto actualmente sea George
Soros con su fundación, significativamente denominada Open
Society.
Su
táctica será muy reprobable, pero funciona. Mientras perdemos el
tiempo enzarzados en absurdos debates sobre si los niños tienen
vulva; o sobre si es posible que una mujer contraiga matrimonio con
una estación de tren, las oligarquías financiero-mediáticas
continúan desarmando nuestra soberanía social, destruyendo nuestros
derechos y disolviendo la identidad de los pueblos.
Y
si continuamos con el viejo lenguaje dialéctico izquierda-derecha,
acabaremos convenciéndonos, en perfecta sintonía con los
tertulianos sabatinos de 13 TV, de que Pablo Iglesias o Pedro
Sánchez son peligrosos revolucionarios. Creo que no supone
ninguna novedad desmentirlo. Están consagrados al servicio de la
tiranía socialdemócrata y de esas luchas posmodernas que el
capitalismo global ha hecho suyas por serles de una rentabilidad
inusitada.
Los
términos, insisto, deben de ser actualizados. La verdadera
disidencia al mundo moderno solo puede provenir de una oposición
real ─ya se plantee en clave política o metapolítica─ al reino
de la uni-forma y a los mitos e imaginarios que inauguró el
totalitario discurso ilustrado.
Y
sí. Izquierda y derecha van de la mano. Asumámoslo de una vez. No
reside ahí la tensión de nuestro tiempo.
Más allá de recetas económicas concretas y de propuestas contingentes, el devenir de España vendrá determinado por una batalla entre quienes se doblegan a las élites cosmopolitas y quienes, por contra, se niegan a sacrificar la tradición.
Entre
quienes balcanizan sociedades inventando y financiando colectivos, y
quienes buscan preservar la natural convivencia de las partes que
componen el Todo.
Éste
es el (no tan) nuevo dilema. Oligarquía o pueblo. Armonía del
hombre con su contorno, o desarraigo.