Trump ha asumido como propia la averiada política exterior que impulsaban sus predecesores; esa política exterior que, pese a los esfuerzos del inmisericordemente defenestrado Steve Bannon, sigue desprendiendo hoy un insoportable hedor neocón.Cuando hace poco más de un año Donald Trump fue investido como presidente de Estados Unidos, algunos ingenuos albergábamos en nuestra alma la esperanza propia de quien ve próxima la victoria. Creíamos, basándonos en lo acaecido en campaña electoral, que el acceso a la Casa Blanca de ese magnate de mirada torva, cabellos amarillentos y determinación enérgica acabaría con muchos de los problemas que afligen al mundo hodierno: el inhumano proceso de globalización, el intervencionismo estadounidense en política exterior y esa semilla de anarquía moral que las organizaciones internacionales pretenden sembrar en todos los países del mundo.
Sin
embargo, la dura realidad es que pecábamos de optimistas (que
siempre es mejor que pecar de lo contrario). El compromiso del
republicano de tornar América grande otra vez y de combatir el
globalismo ha devenido en burda entelequia. No en vano, Trump ha
asumido como propia la averiada política exterior que impulsaban sus
predecesores; esa política que, pese a los esfuerzos del
inmisericordemente defenestrado Steve Bannon, sigue desprendiendo hoy
un insoportable hedor neocón.
No
obstante su afán preelectoral de diferenciarse del establishment
republicano, lo cierto es que el extravagante presidente no ha hecho
en su mandato nada demasiado distinto a lo que habría hecho un republicano
cualquiera. Así, se ha manifestado contrario al aborto con loable
elocuencia – elocuencia que, desgradaciadamente, no se ha plasmado
en demasiadas acciones concretas –, ha pronunciado emotivos
alegatos en defensa de ese masónico ideal denominado ‘libertad
religiosa’ y ha perseverado en la mesiánica manía republicana de
concebir a Estados Unidos como gran árbitro mundial y epítome de
cuantas virtudes existen.
De
esta manera, la presidencia de Trump, que ha suscitado la indignación
de una prensa sectaria hasta los tuétanos, tiene mucho de
claroscuro. Medidas que deberían regocijar a todo hombre
comprometido con la defensa de la civilización occidental – tales
como la protección de los cristianos perseguidos y la lucha contra
ese sutil genocidio llamado aborto – han confluido con medidas que
escandalizan a todos los que apoyamos al republicano antes de las
elecciones generales. Entre éstas se halla el incondicional apoyo
que ha mostrado a Arabia Saudí (principal promotor a nivel mundial
del fundamentalismo islámico) y su renuencia a mejorar las tensas y
conflictivas relaciones existentes entre Estados Unidos y Rusia.
El
mundo no es un lugar más justo después del primer año de
presidencia de Donald Trump. Es cierto, por ejemplo, que la cultura
de la muerte ha retrocedido levemente y que ahora los cristianos
perseguidos cuentan con el respaldo de una persona que acumula
ingente poder. No obstante, debemos recordar que el globalismo no ha
visto amenazadas sus viciadas aspiraciones y que la política
exterior norteamericana sigue agitando avisperos que presentarían un
aspecto más amable si permaneciesen en estado de quietud.
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