El
trato que los medios de comunicación europeos dispensaron al
asesinato del bebé palestino evidencia el profundo odio que la
izquierda, el progresismo, sigue profesando hacia Israel. Todo fueron
condenas; todo se presentó como una oportunidad más para atacar al
Estado judío. Que si los judíos son radicales, que si el
“apartheid” sudafricano y tal y cual. Y es que para ésos que hoy
guían el rebaño occidental, a veces llamado opinión pública, los
judíos y su Estado no son sino un muñeco de trapo en el que
ciscarse; un “punching ball” al que golpear hasta que quede
reducido a cenizas.
Todos
nos preguntamos a qué se debe tanta inquina, a qué se debe tan
insana aversión. Si Israel, en su origen, era un país de
izquierdas, dirán. Si el sionismo es un movimiento que combina - por
lo menos antaño así era - socialismo y nacionalismo, clamarán,
indignados. Y llevarán razón. Sin embargo, lo cierto es que el
progresismo europeo perdió el “oremus”
tiempo ha y lejos está de querer recuperarlo. Pronto hasta Marx le
repugnará. Lo que le mueve es un odio exacerbado hacia todo lo que
representa Europa. A su tradición, a su historia, a sus raíces. Y
a ese infundado resentimiento - que aún no pueden manifestar
alegremente - le dan rienda suelta asestando puñetazos a los
hebreos.
Nada
les importa a los progres europeos, cuya seña de identidad es la
deshumanizadora ideología de género, el bebé asesinado. Nada les
importa, en definitiva, la suerte de los palestinos; utilizan su
sufrimiento y su penuria para alcanzar sus aviesos objetivos, que no
radican sino en la destrucción de la civilización occidental. Los
palestinos y su causa no constituyen, para ellos, más que un medio
para crear un clima social determinado; un clima que termine por
acoger, jubiloso, sus ideas impregnadas del hedor del resentimiento y
el rencor.
El
sempiterno aplauso que el furibundo odio a Israel recibe es muestra
inequívoca de la decadencia occidental, de la podredumbre europea.
Europa, sumida en el relativismo y en el hedonismo, ya ha renunciado
a defenderse a sí misma. Europa ya está sentenciada a muerte y, por
ello, lo único que le queda es atacar a ésos que, compartiendo sus
raíces, no se resignan a la burda desaparición.
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