El
otro día veía en televisión, al tiempo que mi tez se enrojecía de
ira, una manifestación antitaurina de éstas la mar de progres. Los
individuos – llamarlos personas sería demasiado a juzgar por su
comportamiento – que abarrotaban la siniestra concentración
gritaban algo así como “¡no al asesinato!” y vestían ropajes
embadurnados de pintura roja al más puro estilo de película de
zombies. Quizás era eso lo único que les confería una miaja de
encanto. Incluso de ternura. Todavía les espero en alguna
manifestación contra el aborto clamando por el derecho a la vida.
Sé
poco de toros. Lo suficiente, eso sí, para escribir este artículo y
ciscarme en la madre que parió a los de la manifa. El toreo es el
relato de una vida en veinte minutos. En él fluyen, como lágrimas
que caen sobre los pómulos de una mujer despechada, los atributos
que, inexorablemente, marcan la vida del hombre bueno. El honor, la
dignidad, la fe, la vergüenza y la elegancia del torero; la noble
bravura del toro que pretende morir matando. Y ante ellos, un público
sabio que condena la crueldad y aplaude la valentía; que desprecia
la mediocridad y busca la excelencia.
Los
que se llenan la boca diciendo que proscribirían la tauromaquia olvidan
siempre mencionar que los toros de lidia viven como rajás hasta que
saltan al ruedo, donde se les ofrece la oportunidad de morir
dignamente, de morir dejando su pequeña huella de pezuña en la
superficie enfangada de la historia. Olvidan mencionar que, sin la
tauromaquia, el toro bravo se habría extinguido tiempo ha.
Desconocen, supongo, que los animales – y los toros son animales -
no son sujeto de derecho en tanto que a éstos no se les puede pedir
obligaciones. ¡Hagamos al toro acatar las leyes! Y si mata, a la
cárcel. Sería la gota que colmase el vaso rebosante de nuestra
demencia.
A
los de las manifestación les importa un higo la suerte del toro; les
es indiferente que éste sufra o que se fume un puro. Atacarían
también el mus si hallaran forma de hacerlo. Les mueve la patológica
aversión de la izquierda hacia España, el irremediable desprecio
por su tradición. Camuflan de bondad y empatía lo que no es sino
muestra de incurable resentimiento, de insano rencor. No descansarán
hasta que la cultura de una de esas tres o cuatro patrias que
construyeron el mundo acabe arrojada en el basurero del olvido.
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