Andaba yo la semana pasada en
el Metro. Estaba cansado, exhausto, después de un día duro. Mis ojos se
entrecerraban cada pocos segundos y mi cabeza pugnaba por mantenerse erguida,
haciendo frente a la fiereza de un cuello deseoso de ceder. Durante una de las
cabezadas, reparé en dos niños que leían, con fruición, sendos libros. Estaban
frente a mí. A veces, se detenían, levantaban la vista y, con una sonrisa de
oreja a oreja, comentaban las experiencias en que las novelas les sumergían. A
su lado, había tres jóvenes que, en tono obsceno y grotesco, comentaban las
bondades físicas de quien había de ser una compañera de clase: “Tiene un
polvo…”; “has visto qué culo tiene” y un largo y bochornoso etcétera.
La imagen era increíblemente
reveladora y contradictoria. De un lado, estaban la ilusión y la inocencia de
dos niños educados en el amor a la cultura y a la belleza. Del otro, la
perturbación y la lujuria de tres pobres jóvenes, víctimas de la sistemática
intoxicación de televisiones, “Internetes” y demás bazofia propia de nuestro
tiempo. Virtud frente a vicio; salvación
frente a condena; lucidez frente a adocenamiento. No se trata de un maniqueísmo
torticero – ya me gustaría – sino de la triste realidad de nuestros días.
Los protagonistas de la escena
representaban, sin pretenderlo, la descarnada metáfora que retrata a toda
sociedad posmoderna; la descarnada metáfora que nos presenta a dos tipos de
hombre de los que ya habló Ortega y Gasset. Por un lado, el hombre noble (en
este caso, ambos niños), el hombre que hace frente a la ausencia de moral
imperante y a la oprobiosa tiranía de los instintos. El hombre que está
dispuesto a nadar contracorriente, que combate el vicio blandiendo la espada de
la belleza y la lucidez. Por otro lado, el hombre masa (en este caso, los tres
jóvenes), el hombre que es, cuando menos, barco a la deriva. El hombre que ha
sucumbido al relativismo y al hedonismo, que se ha tornado en simple títere
manejado por las emponzoñadas manos del Nuevo Orden Mundial. El hombre alienado,
el hombre sin historia, el hombre animalizado que a unos pocos con excesivo
poder les ha interesado construir.
Es cierto que en toda sociedad
a lo largo de la historia ha existido la ineluctable dicotomía entre hombres
lúcidos y hombres animalizados. Sin embargo, no me negarán que, hogaño, los
lúcidos y virtuosos son escasos. Anormalmente escasos.
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