Señalaba Juan Manuel de Prada,
en una entrevista, que el principal mal que aflige a los católicos es el de la
compartimentación de su existencia. Y es que se torna bastante difícil
cuestionar que los católicos hodiernos, influidos por la perversa filosofía de
nuestro tiempo, tendemos a reducir la fe a una práctica rutinaria que se repite
cada domingo, negando su irrefutable dimensión intelectual. En un afán, a veces
inconsciente, de adaptar la religión católica al paganismo de la época, tomamos
como nuestras ideologías materialistas que promueven principios patentemente
incompatibles con el cristianismo como el individualismo, la ausencia de
libertad profunda del hombre, el relativismo... Así, es habitual ver a católicos
defender enardecidamente los, según ellos, beneficiosos frutos del capitalismo
o hablar, con la boca hecha agua, de las bondades morales del marxismo.
Incluso, si se ponen ustedes a la tarea, queridos lectores, verán medios de
comunicación de la Iglesia protegiendo los intereses de partidos
manifiestamente anticatólicos.
Este desarme intelectual
fustiga las vidas de casi todos los católicos, desde la del tradicional
feligrés de pueblo hasta la del más virtuoso de los obispos. Asumimos, de forma
contumaz, eso que afirman los ignorantes de que la religión es irracional. Consideramos,
quizás, que nuestras reflexiones, anhelos y creencias no deben tener cabida en
la vida pública, que nuestra forma de vivir – basada en el amor y la moral – no
está sino condenada a adaptarse a los dogmas del Siglo XXI. Cuántas veces
habrán oído ustedes a un católico decir esta majadería en referencia al aborto:
“Yo no lo haría, pero no puedo prohibir que los demás lo hagan”.
La falta de referente
intelectual es uno de los grandes dramas del católico de nuestro tiempo. Le
deja indefenso, sin réplica posible, ante los grandes retos que la
posmodernidad le plantea: aborto, ideología de género, relativismo. Es
fundamental que la Iglesia vuelva a ser el faro del mundo; que los católicos
abandonemos el ponzoñoso seno de las ideologías y volvamos a abrazar - también
en la vida pública, en la política y en la moral – los principios que la Iglesia
ha abanderado desde tiempos inmemoriales. Y es que, en caso de no hacerlo, acabaremos
fagocitados por el voraz monstruo de la posmodernidad.
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