Los
atentados de Bruselas han venido seguidos de lágrimas secretadas por el
conjunto de la sociedad occidental. Lágrimas en forma de bandera, lágrimas en
forma de “je suis” y lágrimas en forma de “vencerá la democracia”. Lágrimas, en
apariencia, sentimentales, emotivas, con un entrañable toque de postureo. Sin
embargo, si uno trasciende lo material para remontarse a lo espiritual, se
percatará de que son éstas lágrimas de cobardía, lágrimas cuyo mayor anhelo es,
tristemente, no enfrentarse a la dura realidad que nos acucia.
Pocos
discutirán que no hay mayor muestra de cobardía que rehuir el enfrentamiento
con la realidad. Los europeos preferimos no reconocer que estamos en guerra. En
una guerra sucia, en una guerra que nos enfrenta a bárbaros que se aprovechan
de nuestra tolerancia para habitar entre nosotros. Preferimos pensar que nuestro
enemigo es algo tan abstracto como el terrorismo; un terrorismo que, decimos,
nada tiene que ver con el islam. Mas no es así. Incluso los políticos más
iletrados son plenamente conscientes de que la yihad es una constante en la
historia del islam. Preferimos pensar, cual si fuésemos ingenuos niños de
cuatro años, que el islam es compatible con Occidente, que los musulmanes
pueden integrarse a nuestra forma de vida. No obstante, lo cierto es que jamás
se adaptarán; jamás aceptarán principios tan occidentales como la separación
entre los asuntos de Dios y los del césar, la igualdad de todos los seres
humanos y la libertad.
Hoy,
Europa ha decidido continuar refugiada en el ilusorio mundo de las vacaciones
pagadas y las masturbaciones diarias; en el ilusorio mundo del hedonismo y el “carpe
diem”. Los europeos creemos que la libertad y la seguridad no implican
sacrificios, que son un derecho del que nadie nos puede privar. Y lo más
trágico es que nos parapetamos tras esta pueril creencia para no asumir la
realidad.
Europa
tiene dos enemigos. El primero de ellos es el islamismo. Es éste un enemigo sin
escrúpulos, cruel, perfectamente conocedor de su objetivo, al contrario que
nosotros. El segundo es nuestra conciencia. Sí, esa conciencia débil que nos
impide reconocer la realidad y enfrentarnos a ella; esa conciencia débil que
nos invita a mirar para otro lado aun cuando somos conscientes de que lo peor
está por venir; esa conciencia débil que nos postra como a miserables ante un
enemigo que sabe que nos tiene a su merced.
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