Una de las más falaces
afirmaciones repetidas por el Nuevo Orden Mundial es la que señala que, a
medida que se incrementa el uso de anticonceptivos, desciende el número de
abortos. Así, son ingentes los partidos políticos, generalmente en el espectro
del centro-derecha, que llevan en su programa electoral la farisaica propuesta
de repartir preservativos, como se reparten caramelos, en aras de disminuir la
cantidad de abortos. Simulan, pues, desconocer estudios como el publicado por
la revista “Contraception” en el año 2011, que prueba que, cuantos más son los
condones distribuidos, más son los bebés abortados.
La realidad que se parapeta
tras los anticonceptivos es la banalización del sexo, al que sutilmente se
despoja de sus dos fundamentos más esenciales: el amor y la procreación. Por un
lado, los preservativos – y la filosofía hedonista que subyace tras ellos –
contribuyen a que el hombre vea en el sexo, y por tanto en la persona con que
se comparte el momento, un mero instrumento de placer; un simple medio para
satisfacer instintos. Lo aleja, de este modo, de su más honda atribución, que
no es sino reflejar el amor entre dos personas; un amor que se manifiesta en
forma de entrega plena al otro. Por otro lado, el condón atenta, de forma si
cabe más evidente, contra el que por designio de la misma naturaleza debiera ser
pilar irrenunciable del acto sexual: la vida. Un sexo que, por medios
artificiales, cierra las puertas a la procreación es un sexo enfermo, cojo, que
bien podría asemejarse a una tarta de limón sin base de galleta.
Esta banalización del coito,
que se consuma, como hemos dicho, desprendiéndolo de sus atributos más
elementales, supone un aumento de las relaciones sexuales, evidentemente. El
sexo deja de ser algo único - deja de ser retrato de un sugestivo proyecto de
vida común - para tornarse en un hecho tan nimio como la siesta dominical.
El incremento de las
relaciones sexuales implica, a su vez, un aumento de los embarazos. No es
necesario ser San Agustín para percatarse de esto, y más si se atiende a los
continuos “fallos” de los anticonceptivos. Las mujeres encintas y sus parejas, inmersos
en un clima social que promueve la irresponsabilidad y que desprecia la vida
humana, perciben en el aborto una salida razonable, con el inestimable consejo,
por cierto, de médicos que violan sin reparos el juramento hipocrático y de
políticos que, desde la comodidad de sus despachos, hacen ingeniería social.
El resultado de este
abominable proceso es el sacrificio de millones de seres humanos cada año. No
es casual que Planned Parenthood, cuyas arcas se nutren fundamentalmente del
ponzoñoso negocio del aborto, inste a las masas a usar preservativos. Los que
manejan esta multinacional del mal saben mejor que nadie que, mientras el sexo
sea presentado como algo fútil e irrelevante, ellos mantendrán, con salud vigorosa, su chollo.
“No tardará en proclamarse una religión que, a la vez que exalte la
lujuria, prohíba la fecundidad” (Gilbert Keith Chesterton)
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