Una de las más virulentas
enfermedades que aflige a las sociedades posmodernas es, sin duda, el
relativismo. Que la verdad no existe y que lo bueno y lo malo, lo justo y lo
injusto, dependen de las circunstancias de cada momento es una idea fácilmente desmontable
desde el punto de vista intelectual. Sin embargo, su arraigo en la sociedad
hodierna – precisamente caracterizada por la carencia de profundidad
intelectual – la torna en un tumor tan difícil de extirpar como las malas
hierbas de Podemos, que diría Echenique.
En España, en especial en sus
partidos políticos, el relativismo ha encontrado un terreno, yermo y fértil a
la vez, en el que crecer. Paradigma de esto es Ciudadanos, un partido nacido
para rendir pleitesía a ese antiguo credo ya profesado por los sofistas. Albert
Rivera y ese séquito que lo acompaña en cada rueda de prensa, aunque finjan
profesar moderadas convicciones sólidamente cimentadas, no creen en nada. Están
dispuestos a todo para alcanzar el poder; un poder al que, llegado el momento, sumirían
– aún más – en la turbadora falta de ideales. ¿Que hemos de amparar un gobierno
del putrefacto PSOE andaluz? Lo amparamos. ¿Que hay que tender la mano a la
intelectualmente corrupta Cifuentes en Madrid? Se la tendemos. ¿Que el clima
social nos invita a participar, con idéntica naturalidad, en una procesión de
Semana Santa y, a la vez, en el obsceno desfile del orgullo gay? Participamos.
Miren, en esto último se asemeja al partido político del más fiel lector del
Marca.
Ciudadanos es un partido en el
que convergen una penosa orfandad de pensamiento y una vergonzante tibieza
moral. Es por eso por lo que hacen suyos los dictámenes de la más escrupulosa
corrección política. Bajo sus constantes apelaciones al diálogo y al consenso,
se esconde la cobarde incapacidad de morir por cualquier ideal; bajo su máscara
de “centrismo” político, se parapeta una fea jeta moldeada a imagen y semejanza
de Protágoras y Gorgias. Así, el partido de Rivera ha renunciado hasta al que
parecía su único principio innegociable, que era la defensa de lo español en
Cataluña, para postrarse ante los “separatas” pactando con ellos una reforma
constitucional.
En una sociedad moralmente
sana, partidos políticos como Ciudadanos estarían condenados a la desaparición.
Los pueblos con convicciones firmemente arraigadas no se dejan engañar por
politicastros que hacen de la indefinición ideológica su bandera y que, con
cinismo, utilizan expresiones grandilocuentes – véase “cambio sensato” o “las
reformas que España necesita” – para ocultar su huero pensamiento, su ambiguo sincretismo.
Sin embargo, somos españoles, y la contaminación intelectual de nuestros malhadados medios de comunicación nos ha hecho pensar que la tibieza y la cobardía
son, en verdad, tolerancia, prudencia y sentido común.
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