Corría el año 1957 cuando izquierdistas
y derechistas acordaron, en Colombia, establecer un sistema de alternancia en
el poder para acabar con la dictadura de Rojas Pinilla. Este régimen político,
que sentaba sus bases en la democracia, brindó una estabilidad a Colombia por
la que sus gentes clamaban desde años atrás. No obstante, dejó al margen del
tablero político a sectores sociales que, fatalmente inspirados por la reciente
Revolución cubana, anhelaban llevar a la tierra natal de García Márquez los
ominosos vientos del comunismo. Esto, al menos en parte, provocó el surgimiento
de la guerrilla de las FARC, cuyas prácticas narcoterroristas han sido padecidas
por una ingente cantidad de personas hasta hoy.
Precisamente hogaño el mundo
celebra unos acuerdos de paz, firmados por el Gobierno colombiano y la narcoguerrilla,
que pondrán fin presuntamente a un conflicto que hunde sus raíces en la
turbulenta década de los sesenta. Sin embargo, el alborozo exhibido por la
comunidad internacional a este respecto no puede ser más infundado. Y es que el
pacto de paz alcanzado en La Habana – la ubicación no es casual – se cisca en
los conceptos de justicia y moral, y fracasa cuando de diferenciar entre
víctimas y victimarios se trata. Así, prevé condenas irrisorias para los
miembros de las FARC que reconozcan sus delitos, garantiza la elegibilidad
política a los integrantes de la narcoguerrilla y no asegura, ni mucho menos,
que ésta vaya a dejar de obrar como un cártel violento. Tal es el agravio al
que los acuerdos someten al pueblo colombiano que su Gobierno se las ha
ingeniado para que aquéllos sólo requieran, a fin de ser refrendados, un 13 por
ciento de votos afirmativos en el plebiscito que se celebrará dentro de algo
más de dos semanas.
El presidente colombiano, Juan
Manuel Santos, ha echado por la borda, con su claudicante acuerdo, el legado de
ex mandatarios como Andrés Pastrana y Álvaro Uribe, que sudaron sangre para
combatir a las FARC. Y con resultados. No en vano, el Plan Colombia – una de
las pocas ideas felices de la Administración Clinton – y la firmeza de Uribe
permitieron reducir los cultivos de coca de 180.000 hectáreas a 40.000 (hoy,
bajo el Gobierno de Santos, éstos se extienden hasta las 200.000 hectáreas).
Influido por una norma despreciable que goza de salud vigorosa en nuestros días, el ejecutivo colombiano ha elegido la
alternativa de la paz a cualquier precio, como en su momento hizo Zapatero con
ETA. Sin embargo, por mucho que se afane la corrección política, la paz no es y
no será nunca un fin en sí mismo, pues está – o al menos debiera estar – supeditada a
conceptos como la justicia y el bien. Es más, quien, como Santos, renuncia a la
justicia en aras de alcanzar la paz habrá de vivir con la certidumbre de que no
encontrará jamás ni la una ni la otra.
La comparativa con la gestión de Zapatero para con ETA me parece fuera de la proporcionalidad. En circunstancias como aquellas hay dos opciones a elegir una: Paz o justicia. Y advierto, se llaman "Acuerdos de Paz". Y me consta que si se orientase hacia "la justicia", acuerdo habría ninguno, tanto en el caso español(ETA) como en el colombiano (FARC y su escuadrilla).
ResponderEliminarLa comparativa con la gestión de Zapatero para con ETA me parece fuera de la proporcionalidad. En circunstancias como aquellas hay dos opciones a elegir una: Paz o justicia. Y advierto, se llaman "Acuerdos de Paz". Y me consta que si se orientase hacia "la justicia", acuerdo habría ninguno, tanto en el caso español(ETA) como en el colombiano (FARC y su escuadrilla).
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