Hace ya unos años, el
presidente del Partido Popular europeo aseguró, con imprudente y escasamente
calculadora sinceridad, que uno de los grandes logros de la ya agónica Unión
Europea es el libre acceso a películas porno. No se trata de una afirmación
simplemente estúpida, como podría pensar el lector, pues tras ella subyacía uno
de los más perniciosos males que afligen al Occidente posmoderno: la
legalización del vicio, de la inmoralidad. Y es que hogaño, cuando el relativismo
es exaltado con injustificable regocijo, la ley ha perdido todo sentido moral,
toda aspiración a ser el basamento sobre el que el pueblo cimente su camino
hacia la virtud.
Precisamente por esta renuncia
a que la ley presente un componente moral, las masas adocenadas del basurero
europeo asisten, desconcertadas o embelesadas, a la legalización de prácticas
abominables como la prostitución o la pornografía y de actos tan palmariamente
deleznables como el aborto. Los lectores liberales de esta página – me consta
que se cuentan por miles – señalarán que la legalización de menesteres como los
aquí recogidos es una cuestión de libertad. ¿Quién es el Estado para prohibir
que yo me degrade como me dé la gana?, se preguntarán. Ellos no han comprendido
aún que la libertad, para ser digna de tal nombre, debe estar orientada al bien
y que, de no estarlo, no puede ser sino tildada de mero voluntarismo o, en el
mejor de los casos, de libre albedrío.
No se trata, no obstante, de
construir un Gran Hermano orwelliano, una Ginebra de Calvino, que persiga toda
práctica inmoral y destruya la vida privada del hombre. Se trata, más bien, de
que la ley se erija en azote de los vicios más graves y más dañinos para el
bien común. Así lo expresó Santo Tomás de Aquino en su Suma Teológica: “La ley
humana no prohíbe todos los vicios de los cuales se abstienen los virtuosos,
sino sólo los más graves, aquéllos que la mayor parte de la multitud puede
evitar, y sobre todo los que van en perjuicio de los demás, sin cuya
prohibición la sociedad humana no podría sostenerse”.
Ingenuamente, se considera que
legalizar la inmoralidad no implica que ésta vaya a ser abrazada por más gente.
Pero lo cierto es que legalizar implica normalizar. La ley, desgraciadamente, se
ha tornado en un medio de ingeniería social, en herramienta que los poderes en
la sombra utilizan para generalizar, entre la sociedad, un mal antes rechazado
por ésta. Así, cuando se legalizó el aborto, no había grandes manifestaciones
en las calles exigiendo el derecho a destripar fetos; así, cuando se
legalizaron los “matrimonios homosexuales”, quienes reivindicaban ese oxímoron
podían contarse con los dedos de una mano. Ahora éstas son prácticas comunes y
aceptadas. Lo cierto es que los gobiernos nacionales - hoy fieles cipayos de
los dictámenes del Nuevo Orden Mundial - se han venido sirviendo de la ley para
provocar cambios sociales tan profundos que se antojan prácticamente
irreversibles a corto y medio plazo. ¿O acaso alguien cree que podemos aspirar
a acabar con las operaciones de “cambio de sexo” en los años más inmediatos?
Hoy, la mayor aspiración del
mal es entronizarse mediante la ley. Y es que, en una época en que lo moral se
equipara a lo legal, figurar en el Boletín Oficial del Estado es la manera más
fácil que el vicio encuentra para hacerse pasar por virtud y, y ya de paso,
obtener un consuelo del que su propia naturaleza le priva.
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