Insistimos siempre en esta
página en que uno de los rasgos que mejor caracteriza a la época hodierna es la
constante exaltación de la voluntad humana; una voluntad que ya no conoce
límite alguno y que se ha erigido en concepto todopoderoso. En el mundo
posmoderno, la conciencia de que la voluntad humana debe adaptarse, adecuarse,
a una realidad exterior que la supera es contemplada como el atávico
pensamiento de un tiempo al que felizmente se ha dado sepultura. Hoy, la
voluntad, que en verdad constituye la mera satisfacción de instintos por parte
de unas masas cretinizadas ya ahítas de moral y de razón, es la que, a ojos del
hombre, determina la realidad exterior. Todos los pilares sobre los que se
sostiene la frágil antropología posmoderna tienen por basamento esta premisa
tan estúpida y a la vez tan atractiva. Los cambios de sexo, las adopciones de
niños por parejas homosexuales, los vientres de alquiler… son caras de la misma
moneda voluntarista. Reduzcámoslo a un “¿quién es la naturaleza para decirle al
hombre lo que debe hacer?”
En el plano político, esta
funesta creencia desemboca ineluctablemente en la democracia pura, que no es
sino una expresión chusca de la “voluntad general” rousseauniana. Según la
democracia pura, no existe verdad, concepto o derecho, que no sea susceptible
de ser eliminado o alterado por la voluntad - expresada en forma de mayorías -
de la gente. De este modo, en tiempos recientes, las mayorías han acabado con
derechos que, por naturales, deberían ser sagrados y, por tanto, inalienables:
han privado al nasciturus del derecho
a la vida (pronto se hará con los ancianos y los discapacitados) y han abolido,
con los vientres de alquiler y las adopciones de niños por parejas
homosexuales, el derecho natural de los seres humanos a tener un padre y una
madre. Otrosí, en nombre de estas mayorías, cuya voluntad es hoy expresión de
verdad, los gobiernos occidentales, genuflexos ante los intereses del Nuevo
Orden Mundial, han venido aprobando leyes que atentan de forma patente contra
la naturaleza. No hay más que echarle un vistazo a la Ley LGTBI de Cristina
Cifuentes.
La época posmoderna es la
época de la entronización de la voluntad humana. Y no lo es por casualidad,
sino como consecuencia de un proceso largo y coherente que inició con el
entierro de la idea de “Dios”. Muerta la deidad, alguien debía suplirla en su
rol, pues el ser humano, pese a todo, es incapaz de concebir un mundo sin
creador. Naturalmente, el hombre no encontró mejor sustituto que él mismo. En
el mundo occidental contemporáneo, Dios es de carne y hueso y acaba sin piedad –
o, mejor dicho, eso hace ver – con toda tradición, verdad o código moral que lo
estorbe. Desgraciadamente, no puede haber 7000 millones de dioses. Serán los
débiles los que paguen la muerte de Dios. Que se lo pregunten a los fetos que
son destripados a diario en nombre de la voluntad de las mujeres.
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