Uno de los vocablos más
pronunciados en el delicuescente mundo occidental es el de “tolerancia”.
Lo que, según Chesterton, no es más que la virtud del hombre sin principios es
elevado, al menos aparentemente, por la corrección política y sus apóstoles a
la condición de virtud suprema; virtud de la que emanan todos los valores
democráticos, que no son sino el substitutivo pagano de los diez mandamientos.
Sin embargo, a nadie se le escapa que nuestra época – quizá como todas – quiere
perpetuar su cosmovisión y que, por tanto, centra todos sus esfuerzos en
impedir que florezcan las ideas más perniciosas para aquélla. De este modo, el
mundo contemporáneo, al que su proclamada superioridad moral no le permite
servirse de los métodos tradicionales de censura, ha ideado eficaces y sutiles
formas de proscribir las ideas más inactuales: el estigma intelectual, la
marginación social, el descrédito…
A poco que uno trate de
comprender la posmodernidad y a sus elites intelectuales, se percatará de que
una de sus grandes características es, paradójicamente, la intolerancia. La
intolerancia con aquéllos que persiguen cambiar lo esencial de nuestro mundo;
con aquéllos que no comulgan – y no tienen reparo en decirlo – con los tres pilares que sustentan el pensamiento dominante hodierno: el globalismo (y el
consecuente desprecio por los estados-nación), la ideología de género y el
materialismo. Así, quien discute estos grandes dogmas – erigidos,
sorprendentemente, en época de relativismo – es inmediatamente confinado al
ostracismo social por los medios de comunicación; o, en el mejor de los casos,
despachado con una sardónica sonrisa de condescendencia.
En cualquier caso, el Tribunal
de la Santa Corrección Política, tan maquiavélico como la serpiente, disimula
el fuego de su hoguera repartiendo tolerancia, como se reparten caramelos en la
fiesta de cumpleaños de un chiquillo, a quienes discrepan de su cosmovisión sólo
en lo accesorio. Tolera – y alaba – a los grandes tiranos comunistas (tengamos
presente que vivimos oprimidos por el yugo del marxismo cultural); tolera a los
ultraliberales – progres de derechas -que quieren acabar con toda prestación
social (son útiles para dinamitar los estados-nación y fomentar los movimientos
migratorios masivos); y tolera a ese cristiano modosito y modernísimo que desea
“adaptar la Iglesia a los nuevos tiempos” (por ejemplo, éste, aunque tratará de
combatir el aborto, concluirá que debe respetar los designios de las mujeres:
“yo no lo haría, pero…”). Emergen, así, ideas que parecen contrarias al
sistema, pero que en verdad son parte de la alfalfa sistémica con que los
promotores del pensamiento único ceban al rebaño.
Desengañémonos. Las constantes
apelaciones a la tolerancia que emiten nuestros próceres espirituales no son más que una farsa; una farsa representada con objeto de que las masas adocenadas
no caigan en la cuenta de que viven en una tiranía.
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