Si la paz que construimos está fundada en la injusticia, sólo estaremos replicando la crueldad del averno en la Tierra
Uno de esos términos que el mundo occidental contemporáneo – tan necesitado de sucedáneos religiosos – ha entronizado es el de ‘paz’. El pacifismo se ha tornado en un credo ideal que sólo los más despreciables hombres pueden refutar; en una actitud vital que le brinda al individuo la llave de la felicidad. Así, nos hemos acostumbrado a que nuestros líderes espirituales presenten la paz como el más importante de los fines que deben orientar la acción humana. Sin embargo, esta aseveración, como tantas de las escupidas por nuestras élites intelectuales, es manifiestamente mendaz.
Afirmar que la paz debe
constituir el fin último de la sociedad se antoja tan disparatado como
sentenciar que la conversación nos torna más sabios. Todo dependerá de la
calidad de la conversación, así como todo dependerá de la naturaleza de la paz.
Si en nuestras conversaciones no se da una unidad de bien, verdad y belleza,
nuestro conocimiento de lo real no crecerá; si la paz que construimos está
fundada en la injusticia, sólo estaremos reproduciendo la crueldad del averno en
la Tierra.
Incluso los cristianos
modositos – impelidos por las diatribas del Sumo Pontífice, que apoyó el
ilegítimo ‘proceso de paz’ con las FARC en Colombia – han asumido como propia
esa averiada visión que considera la paz, la ausencia de violencia y guerra,
como el más deseable de los estados humanos. Y para justificar su deletérea
postura, retuercen a Cristo hasta el punto de presentarlo como una obsoleta
versión de Ghandi, como una suerte de apóstol del movimiento hippie. Pero lo
cierto es que Jesús no fue un moderadito. Sus alegatos por la paz fueron, sin
duda, menos contundentes que sus acciones en defensa de la justicia. Él nunca
pronunció una palabra contra la guerra (tampoco a favor); Él podría haber
permitido que los mercaderes siguieran profanando el Templo, mas antepuso
justicia a paz.
Sólo una sociedad
delicuescente, y alejada de la palabra de Cristo, exalta la paz por encima de
todo lo demás. Y es que las sociedades moralmente sanas – aquéllas con ganas de
pervivir – son perfectamente conscientes
de que pocas cosas hay tan opresivas como una paz fundada en la mentira y la fealdad;
de que más valen cien guerras justas que una paz injusta.
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