El agricultor alza la vista al cielo y le canta a Dios loas y alabanzas, regocijado por la fertilidad de la tierra y la bonanza del sol y la lluvia. En cambio, el gran financiero sólo puede ponerse frente a un espejo y admirarse a sí mismo.
El
hombre se ha desligado de la tierra. Vive en edificios colosales que
se despegan del suelo decenas de metros, trabaja por medio de
artificios que domeñan la realidad y, asimismo, reniega de la vida
rural, que estólidamente considera inferior a la cosmopolita vida
urbana. Ni siquiera el agricultor sobrevive a esta separación: las
hortalizas Toshiba – busquen en Internet qué son – han
reemplazado a los tomates que surgen, con impulso milagroso,
de la superficie; las máquinas y los
dispositivos han sustituido a las herramientas y a las manos del
hombre, que ya no tocan la tierra sino con intermediación.
Habrá
a quien el declive de la agricultura tradicional – con la
progresiva disolución de las comunidades políticas europeas en el
mastodonte burocrático bruselense, la imposición de la ideología
de género y el frenético avance de la cultura de la muerte – le
resulte anecdótico, incluso fútil. Sin embargo, lo cierto es que
tiene una relevancia irrefutable y unas consecuencias antropológicas
fácilmente distinguibles: aleja al hombre del fenómeno religioso.
Frente
a la economía hodierna y a su permanente culto a la innovación y al
individualismo, la agricultura despierta en el hombre un sentimiento
de gratitud. El agricultor es consciente de que su prosperidad
depende enteramente de unos dones previos, ajenos a sus méritos o
deméritos: el sol, la tierra, la lluvia, las babosas... Sin ellos,
todo su esfuerzo se revelaría infructuoso. Por eso, en una época
que entroniza la voluntad del hombre hasta afirmar su primacía sobre
lo real, la agricultura tradicional nos recuerda – con un grito
cada vez más desesperado – que el hombre no se basta por sí
mismo, que es completamente dependiente de los regalos de Dios y
de sus semejantes.
Y
de una conciencia de dependencia siempre brota una emoción de
gratitud. El agricultor alza la vista al cielo y le canta a Dios
loas y alabanzas, regocijado por la
fertilidad de la tierra y la bonanza del sol y la lluvia. En cambio,
el gran financiero sólo puede ponerse frente a un espejo y admirarse
a sí mismo, pues su riqueza depende de su astucia,
de su laxitud moral y del vago
concepto 'suerte'. La agricultura es trascendencia; las
finanzas, inmanencia. El agricultor
agradece; el financiero presume.
Quizá
para reencontrarnos con el
Creador debamos redescubrir la agricultura. Pero no esa agricultura
de máquinas y hortalizas artificiosas que
no brotan de la tierra, sino esa agricultura tradicional que en
esta época descreída se nos revela como el mejor antídoto contra
el voluntarismo y como el mejor sostén
de la doctrina de la gracia.