domingo, 15 de julio de 2018

El valor (religioso) de la agricultura


El agricultor alza la vista al cielo y le canta a Dios loas y alabanzas, regocijado por la fertilidad de la tierra y la bonanza del sol y la lluvia. En cambio, el gran financiero sólo puede ponerse frente a un espejo y admirarse a sí mismo.

El hombre se ha desligado de la tierra. Vive en edificios colosales que se despegan del suelo decenas de metros, trabaja por medio de artificios que domeñan la realidad y, asimismo, reniega de la vida rural, que estólidamente considera inferior a la cosmopolita vida urbana. Ni siquiera el agricultor sobrevive a esta separación: las hortalizas Toshiba – busquen en Internet qué son – han reemplazado a los tomates que surgen, con impulso milagroso, de la superficie; las máquinas y los dispositivos han sustituido a las herramientas y a las manos del hombre, que ya no tocan la tierra sino con intermediación.  

Habrá a quien el declive de la agricultura tradicional – con la progresiva disolución de las comunidades políticas europeas en el mastodonte burocrático bruselense, la imposición de la ideología de género y el frenético avance de la cultura de la muerte – le resulte anecdótico, incluso fútil. Sin embargo, lo cierto es que tiene una relevancia irrefutable y unas consecuencias antropológicas fácilmente distinguibles: aleja al hombre del fenómeno religioso.  

Frente a la economía hodierna y a su permanente culto a la innovación y al individualismo, la agricultura despierta en el hombre un sentimiento de gratitud. El agricultor es consciente de que su prosperidad depende enteramente de unos dones previos, ajenos a sus méritos o deméritos: el sol, la tierra, la lluvia, las babosas... Sin ellos, todo su esfuerzo se revelaría infructuoso. Por eso, en una época que entroniza la voluntad del hombre hasta afirmar su primacía sobre lo real, la agricultura tradicional nos recuerda – con un grito cada vez más desesperado – que el hombre no se basta por sí mismo, que es completamente dependiente de los regalos de Dios y de sus semejantes.  

Y de una conciencia de dependencia siempre brota una emoción de gratitud. El agricultor alza la vista al cielo y le canta a Dios loas y alabanzas, regocijado por la fertilidad de la tierra y la bonanza del sol y la lluvia. En cambio, el gran financiero sólo puede ponerse frente a un espejo y admirarse a sí mismo, pues su riqueza depende de su astucia, de su laxitud moral y del vago concepto 'suerte'. La agricultura es trascendencia; las finanzas, inmanencia. El agricultor agradece; el financiero presume.  

Quizá para reencontrarnos con el Creador debamos redescubrir la agricultura. Pero no esa agricultura de máquinas y hortalizas artificiosas que no brotan de la tierra, sino esa agricultura tradicional que en esta época descreída se nos revela como el mejor antídoto contra el voluntarismo y como el mejor sostén de la doctrina de la gracia.  

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