Como nos enseñaba Chesterton, el gozo no se alcanza expandiendo nuestro 'yo' hasta el infinito, sino reduciéndolo a una minúscula dimensión.
Quizá uno
de los más lacerantes dramas que aflige a la sociedad contemporánea
sea el suicidio, que siembra dolor, desgarra familias y trunca
esperanzas compartidas. Suicidarse es rechazar el gratuito don de la
existencia, cerrar la puerta para siempre a esa belleza que, desde
fuera, nos interpela, ofreciendo sentido y demandando compromiso. El
suicida desprecia la fresca pureza de
un manantial, la esperanza inherente a un amanecer e,
incluso, la sutil delicuescencia
evocada por las puestas de sol. Ni en lo hermoso ni en lo feo, ni en
lo bueno ni en lo malo, ni en lo alegre ni en lo triste... En nada
encuentra deleite. Ni sentido,
que es lo importante.
Cuando
el hombre hodierno se aproxima a la cuestión del suicidio, le
aborda siempre una pregunta desafiante: ¿por qué, en esta época
de prosperidad y opulencia, tantos hombres fenecen por propio
designio? La respuesta a este opresivo interrogante puede antojarse
en un primer momento intrincada, pero pronto se revela sencilla hasta
lo insultante. Tanto, que puede sintetizarse en tres palabras:
por el individualismo. Tras la riqueza
del mundo occidental contemporáneo, subyace un deletéreo culto al
'yo', que se expande hasta el infinito
sin que ningún límite lo constriña. Ya no hay 'tú'. Ya no
hay sacrificio (que consiste en salir de uno mismo, renunciando al
propio interés). Y, en consecuencia, tampoco hay felicidad.
Como
nos enseñaba Chesterton, el gozo no se alcanza expandiendo nuestro
'yo' hasta el infinito, sino reduciéndolo a una minúscula
dimensión. El hombre que mira ensimismado su propio ombligo no puede
ser feliz, pues la dicha está fuera de él: en un paraje que
lo conmueve, en un manjar compartido
con otros o – sobre todo – en un semejante que le dice 'me
importas'.
Por
ese motivo, la plenitud no depende enteramente de nosotros mismos; es
un don que nos brinda el otro y que hemos
de acoger con humildad. Por mucho
dinero que acumulemos (o por muchas
experiencias placenteras que vivamos), no seremos felices si nos
encerramos, dando la espalda al prójimo que quiere amarnos y a la
realidad que quiere afectarnos. Esto es lo que no comprende el hombre
hodierno, quien, muy pelagiano, se afana
en darse a sí mismo una felicidad que cree parapetada
tras montones de billetes de
quinientos, noches de desenfreno en
una discoteca o saltos arriesgados en paracaídas.
No
basta, sin embargo, con recibir el regalo amoroso que nos entrega el
prójimo; debemos acogerlo, comprometernos con él. La persona – y
de ahí su naturaleza comunitaria – sólo es dichosa
cuando se entrega al otro, cuando abandona el 'yo' y vive plenamente
para el 'tú'. Paradójicamente, cuando el 'yo' deja de ser el fin
que orienta nuestras acciones, cuando dejamos de preocuparnos por
nuestra propia felicidad, ésta se nos acerca más, derribando el
muro hormigonado que la Caída levantó.
Nuestra
sociedad no es infeliz a pesar de la riqueza. Es infeliz precisamente
por la riqueza. O, mejor, por
haberse rendido a ella. La plenitud no se halla en el
banco de España o en un lupanar, sino en el vasto horizonte del
'tú' y en una actitud de asombro ante
lo sencillo. Cuanto antes lo comprendamos, antes lograremos
desmantelar esa industria del suicidio en que ha degenerado nuestra
avanzada sociedad, tan ahíta de lujo
y tan necesitada de amor.
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