Son
muchos los que, al oír la palabra “liberalismo”, inmediatamente piensan en capitalismo
o libertad de mercado. También son muchos aquéllos a los que el término “liberalismo”
les suena a chino. Sin embargo, de cualquiera de ambos casos – es incluso más
bochornoso el primero por la osadía de la ignorancia – se extrae un profundo
desconocimiento de la teoría política, una honda incultura “filosófica” que
explica gran parte de los males que hogaño nos afligen.
Lo
cierto es que se antoja verdaderamente arduo encontrar elementos comunes en una
tradición tan variopinta y prolongada como la liberal. No obstante, lo que
resulta irrefutable es que esos elementos compartidos entre autores liberales
distan mucho de estar relacionados con la libertad de mercado o el capitalismo,
con el aspecto más puramente económico. No en vano encontramos en éste posturas
enfrentadas como el liberalismo propietario de Hayek y Nozick y el llamado “liberalsocialismo”
de Hobhouse, de Roselli y, en cierto sentido, de Rawls, con su Teoría de la justicia.
Desde
su génesis – y puede considerarse ésta como su principal actitud compartida –
el liberalismo ha estado preocupado por un posible abuso del poder por parte
del Estado, ha estado inmerso en el intento de limitar el poder político. Para
ello, ha legitimado fórmulas de limitación más naturales como la poliarquía y
otras más artificiales, fruto de la ingeniería social, como la separación de
poderes.
La
tradición liberal, además, ha puesto especial énfasis en la primacía de los
derechos individuales, convirtiendo la limitación del poder en un mero
instrumento para preservar el respeto por ellos. Así, la visión de los
liberales con respecto a la revolución francesa, tal y como Constant nos
muestra, es esencialmente ambivalente, ya que, a pesar de haber inaugurado una
sociedad meritocrática, de igualdad de oportunidades, fue extremadamente
despótica y se pasó los derechos individuales por el forro de su bandera.
La
lucha del liberalismo no ha sido, pues, fundamentalmente, la voluntad de
establecer la libertad de mercado y el capitalismo. La lucha del liberalismo ha
sido sobremanera más profunda, ha girado en torno a la primacía de los derechos
individuales, a la limitación del poder público, al rechazo del paternalismo
político y a la exaltación de la esfera privada.
Háganse
un favor, queridos periodistas de tertulia y demás donaires de la putrefacta
comedia española, no abran su boca sin saber. Seguro que alcanzan ustedes a
comprender que, con sus rebuznos, banalizan aquello que, junto a las raíces
judeocristianas, nos ha permitido, por lo menos, columbrar la libertad. Aunque
ahora nos esmeremos en volarlo por los aires.
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