El
mundo de hoy – como, en general, todos los mundos – pretende
engañarnos. Es malvado, camufla lo urgente como importante. Y
nosotros, cual necios, caemos siempre en la trampa en un ejercicio de
contumacia desmedida. Desechamos lo trascendente para centrarnos en
lo superficialmente útil; desechamos lo maravilloso para
garantizarnos una cómoda – entendiendo comodidad como molicie –
supervivencia.
Los
minutos inmediatamente anteriores a un examen, ya sea éste escolar o
universitario, son minutos de gritos desesperados, de nervios a flor
de piel, de lágrimas incomprensibles. “¡Voy a suspender!”, “¡no
me lo sé!” son las oraciones más repetidas.
Estos
gritos, estas lágrimas, esta desesperación anteriormente
enunciada, no es fútil, no es banal. Refleja la forma en que el
hombre de nuestro tiempo, quizás por pura inclinación natural, ha
decidido vivir. Refleja el triunfo de lo útil, de lo superficial.
Refleja el fracaso de lo trascendente, el declive de aquello que es
útil en sentido más profundo.
De
este modo, pueden concebirse los exámenes en dos niveles de realidad
estrechamente relacionados y, a la vez, separados por un abismal
océano. En el primer nivel, los exámenes tienden a ser tomados por
los alumnos como un simple folio en el que vomitar las palabras que
antes han, con escasa fruición, engullido; como una simple prueba
que hay que superar para, en un futuro, contar los fajos de billetes
por millones. En el segundo nivel, el examen se considera una
oportunidad. Una oportunidad para cultivar – o seguir cultivando –
el pensamiento creativo, una oportunidad para ser, de verdad y no
sólo en apariencia, hombres.
Claro
está que el primer nivel es indispensable, pero reducir la realidad
a éste nos convierte en meros animales inmersos en la encarnizada
lucha por sobrevivir, nos convierte en seres planos, superficiales y
banales.
El
segundo nivel de la realidad, por el contrario, es un nivel de
oportunidades, de misterio, no de problemas. Requiere un cultivo
constante, un verdadero interés. Esto es que, cuando el alumno haga
un examen, se asombre, vea lo maravilloso de sus palabras; dude,
fruto de su incapacidad para abarcar la compleja y diversa realidad
con sus palabras.
Quizás
sea la ambición, rayana en la codicia, la que lleve a casi todos los
alumnos a concebir los exámenes como una prueba cuya superación es
indispensable para ganar dinero, para que sus padres no los
reprendan. Quizás sea la propia naturaleza (¡quién ha dicho que la
ambición codiciosa no sea natural!) la que nos lleva a mirar los
exámenes en el primer nivel de la realidad.
Sin
embargo, incluso aceptando la ambición como algo natural en el ser
humano, el alumno ha de ir más allá. Debe ser capaz de convertir
ese supuestamente natural instinto de la ambición en algo más
profundo, más sofisticado, que hacinar montañas y montañas de
billetes en una caja fuerte. Debe ser capaz de traducir su ambición
en ansias por convertirse en un verdadero ser humano, en ansias por
saber – no por engullir y regurgitar palabras que no comprende –
en ansias por alcanzar la Verdad.
Y
es que la Verdad, la felicidad, ese fin al que tiende todo ser humano
de forma inmanente, no entiende ni de urgencias ni de utilidades.
¿Quién sabe? Tal vez los exámenes sean un buen comienzo.
*
Esta entrada corresponde a un examen que el autor hizo en la
asignatura Introducción a los Estudios Universitarios. En esta
prueba, el profesor nos instó a escribir sobre los exámenes en
general atendiendo a la distinción de los dos niveles de la realidad
que Alfonso López Quintás hace en algunos de sus libros.
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