En
los últimos días, he prestado especial atención a la prensa
española para acercarme, a través de ella, a la situación en
Israel. Puedo asegurarles que no repetiré la jugada. No he conocido
mayor mezquindad, mayor cinismo, que la del periodista que, desde su
mesa de trabajo – o delante de una cámara – equipara a
terroristas y víctimas, a quienes apuñalan y a quienes se
defienden. Los titulares de los principales periódicos coincidían:
“nueva oleada de violencia en Israel” o “continúan las
agresiones entre israelíes y palestinos”. Todos igualmente
cómplices con el terrorismo.
Imaginen,
por un momento, que quienes portasen los cuchillos fueran judíos.
Imaginen, por un momento, los titulares, las noticias, los
reportajes. Tiempo ha que, en su mayoría, los periodistas españoles,
al menos en lo que atañe al conflicto israelí-palestino, viven
ajenos a la verdad, indiferentes a la historia. Nada les importa que
sean los imanes en las mezquitas los que llaman al asesinato de
hebreos. Nada les importa que, mientras eso ocurre, en Israel se
juzgue y condene, si así lo establece la ley, al violento. Nada les
interesa el nimio detalle de que, en Tierra Santa, todas las guerras
del último siglo las hayan iniciado los árabes. Son cipayos del
mal, siervos de la miseria moral.
El
objetivo de tales dizque periodistas no es ni informar ni instruir.
Su objetivo es vilipendiar a Israel, calumniar a esa nación que, con
el tiempo, se ha tornado en el “putching ball” del decadente
Occidente. Han olvidado la verdad; la entierran, si es necesario. El
fin que persiguen – demonizar a Israel – parece justificar todos
los medios. Así, no les tiembla el pulso cuando se trata de
equiparar a terroristas y víctimas. Hasta ese punto ha llegado su
desfachatez.
Ciertos
periodistas han decidido formar parte de esa porción de la Humanidad
ajena a la existencia del bien y del mal; de la verdad y la mentira;
de la justicia y la injusticia. Es indispensable desenmascararlos;
desmontar sus manipuladoras estructuras de falsedad. Y es que hay
pocos males más dañinos, en nuestro tiempo, que un medio de
comunicación sin más moral que la de su faltriquera, que un necio
convertido por una cámara o un ordenador en movedor de almas y
conciencias.
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