El
fascismo, en el más estricto sentido, hace referencia al modelo
político que tuvo su expresión en la Italia y Alemania de
entreguerras. No obstante, con el tiempo ha tomado un sentido más
amplio que designa poco menos que cualquier acción violenta o
autoritaria. Puede decirse que nació como consecuencia de la
frustración producida por la I Guerra Mundial.
El
fascismo fue producto de una sociedad moderna; fue una ideología que
creía en el progreso, hasta el punto de que sus líderes basaron sus
políticas, en gran medida, en él. Tomó, además, elementos propios
de lo que tradicionalmente se conoce como izquierda y derecha, de
modo que originó algo así como un socialismo nacional de carácter
antimarxista.
Esta
ideología de entreguerras exaltaba el Estado por encima de los
derechos y libertades de los individuos, por lo que mantuvo una
visión indudablemente colectivista. Giovani Gentile introdujo la
idea de Estado totalitario, basado en que toda iniciativa política
partiese del propio Estado y en la existencia de un único partido.
El mismo Mussolini recogió a la perfección esa idea en su frase
“todo en el Estado, nada fuera del Estado, nada contra el Estado.
A
pesar de este enaltecimiento del Estado, el fascismo era, como se ha
mencionado anteriormente, radicalmente antimarxista. Frente a la
lucha de clases, promovió la colaboración, la solidaridad entre
éstas, situando la nación por encima de cualquier tipo de grupo
social. Era también, pues un movimiento de marcado cariz
nacionalista, con un componente racista que defendía la preservación
y exaltación de la raza como factor básico para garantizar la
unidad nacional.
Además
de antimarxista, el fascismo propugnaba unas ideas y principios
absolutamente antagónicos al liberalismo y la democracia. Negaba los
principios de igualdad entre todos los ciudadanos, la soberanía
popular y el sufragio, así como se declaraba enemigo de la
separación de poderes y el parlamentarismo.
Otrosí,
la exaltación de la virilidad fue uno de los pilares básicos del
fascismo; en él no había lugar para los ideales femeninos. Esta
ideología de entreguerras representaba el principio de la fuerza,
afirmaba que no existe motivo alguno para desdeñar la violencia, que
“lo bélico” es esencia, que la guerra no es sino instrumento de
progreso histórico. Para los teóricos fascistas el papel de la
mujer era estar al lado del hombre, ser transmisora de vida; carecía
de espacio en el plano político.
El
fascismo se fundamentaba en el culto al líder; tanto a Hitler
(füher), como a Mussolini (duce)
se les consideraba, en sus respectivos países, hombres excepcionales
con condiciones casi sobrenaturales. Para ello, la propaganda se
llevó a su máxima expresión; símbolos del partido o del
movimiento se hallaban presentes en todo lugar público. Además, se
utilizó una grandilocuente escenografía cuyo objeto era vehicular
que toda la población se sintiese parte de una unidad, que hubiese
una colaboración entre clases.
Estos
regímenes acabaron por constituir una religión política, que
consolidaba una determinada visión del mundo excluyente con todas
las demás. El fascismo recreó un universo propio, con una forma de
pensar y actuar propia. Por ello, no se adscribió a ninguna religión
preexistente, a pesar de que por motivos políticos tratara de
entenderse con la Iglesia católica.
El
fascismo adoptó una posición de desconfianza de la razón y de
exaltación de la voluntad. De hecho, para los teóricos fascistas,
influidos en gran medida por Nietszche, el mundo y la realidad podían
tomar forma a partir de la voluntad del ser humano, ésta los
determina.
El
fascismo, a pesar de que muchos se obstinen en lo contrario, como
ideología quedó destruido por la democracia liberal. Sin embargo,
ante la crisis que ésta hogaño padece, no debemos descartar que,
como el ave fénix, resurja de sus cenizas y vuelva a suponer un
quebradero de cabeza para el mundo occidental.
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