A pocos se les escapa que la
democracia liberal ha degenerado en un régimen despótico y relativista. Antaño,
la voluntad del pueblo, de la mayoría, estaba constreñida por una serie de
derechos individuales en los que la verdad quedaba encarnada. Hoy, Sócrates y
la verdad han sido enterrados, la limitación de la voluntad de la mayoría ha
quedado sumida en un océano de profundidad insalvable.
Por eso, resulta sobremanera
curioso que algunos se obcequen en la expansión por el mundo entero de esos
ideales democráticos que tiempo ha fueron desposeídos de su esencia. Aquéllos
que ahora identifican la verdad con la opinión de la mayoría, aquéllos que han
transformado la democracia liberal en un régimen en el que el poder de una
mayoría inculta no encuentra límite alguno, son los que, paradójicamente,
abogan por la imposición de su putrefacto sistema político en todos los países
del mundo.
La idea de extender un
determinado régimen político a lo largo del mundo es de génesis puramente kantiana.
Sin embargo, mucho distan las democracias de las que hoy gozamos – o padecemos
– de las repúblicas libres que el filósofo alemán planteó. En esas repúblicas,
también democráticas, anidaba la verdad encarnada en un sistema jurídico en el
que se recogían una serie de derechos individuales inalienables. Por ello, la
expansión de esta forma de organización política no resultaba contradictoria
con su esencia. Se trataba de exportar un régimen político asentado sobre la
verdad con objeto de alcanzar la paz entre Estados.
Hogaño, cuando el
pensamiento imperante es someter a los designios de la mayoría toda cuestión, se
antoja incongruente tratar de establecer un único régimen político en todo el
mundo. La teoría de extender por los confines de la tierra nuestra democracia
es ya ilógica, pues en su seno se halla la negación de una verdad, la aceptación
inconsciente de todo sistema de organización social aceptado por la mayoría,
por muy despótico que éste sea. De este modo, aun siendo su objetivo lograr la
paz perpetua, carece de legitimidad alguna.
Ésta no es sino una prueba
más de las ingentes contradicciones del relativismo, al que le gusta estar en la
procesión y repicando. Neguemos la existencia de la verdad – pues todo es
relativo - pero impongamos nuestra forma de pensar ya que, al fin y al cabo, es
lo más parecido a la verdad absoluta.