sábado, 17 de octubre de 2015

Cipayos del mal


En los últimos días, he prestado especial atención a la prensa española para acercarme, a través de ella, a la situación en Israel. Puedo asegurarles que no repetiré la jugada. No he conocido mayor mezquindad, mayor cinismo, que la del periodista que, desde su mesa de trabajo – o delante de una cámara – equipara a terroristas y víctimas, a quienes apuñalan y a quienes se defienden. Los titulares de los principales periódicos coincidían: “nueva oleada de violencia en Israel” o “continúan las agresiones entre israelíes y palestinos”. Todos igualmente cómplices con el terrorismo.

Imaginen, por un momento, que quienes portasen los cuchillos fueran judíos. Imaginen, por un momento, los titulares, las noticias, los reportajes. Tiempo ha que, en su mayoría, los periodistas españoles, al menos en lo que atañe al conflicto israelí-palestino, viven ajenos a la verdad, indiferentes a la historia. Nada les importa que sean los imanes en las mezquitas los que llaman al asesinato de hebreos. Nada les importa que, mientras eso ocurre, en Israel se juzgue y condene, si así lo establece la ley, al violento. Nada les interesa el nimio detalle de que, en Tierra Santa, todas las guerras del último siglo las hayan iniciado los árabes. Son cipayos del mal, siervos de la miseria moral.

El objetivo de tales dizque periodistas no es ni informar ni instruir. Su objetivo es vilipendiar a Israel, calumniar a esa nación que, con el tiempo, se ha tornado en el “putching ball” del decadente Occidente. Han olvidado la verdad; la entierran, si es necesario. El fin que persiguen – demonizar a Israel – parece justificar todos los medios. Así, no les tiembla el pulso cuando se trata de equiparar a terroristas y víctimas. Hasta ese punto ha llegado su desfachatez.


Ciertos periodistas han decidido formar parte de esa porción de la Humanidad ajena a la existencia del bien y del mal; de la verdad y la mentira; de la justicia y la injusticia. Es indispensable desenmascararlos; desmontar sus manipuladoras estructuras de falsedad. Y es que hay pocos males más dañinos, en nuestro tiempo, que un medio de comunicación sin más moral que la de su faltriquera, que un necio convertido por una cámara o un ordenador en movedor de almas y conciencias.

jueves, 8 de octubre de 2015

Monarquía


Robert Filmer comparaba en su libro “El patriarca” la monarquía y la familia. Según él, la relación entre un monarca y sus súbditos debe ser la misma que existe entre un padre y sus hijos. El rey, desde el punto de este pensador inglés del Siglo XVII, puede cometer errores de gobierno, pero no por ello debe ser cuestionado su poder, como en ningún caso puede ser cuestionada la autoridad paterna. El monarca, así, pagaría sus errores en la otra vida.

Hogaño, el argumento de Filmer sería tildado de disparatado y de retrógrado, supongo. En España, por ejemplo, la principal defensa de la monarquía radica en lo económico. “¡Pero si es más barata de lo que sería una república!”, exclaman aquéllos que quieren ganarse el favor de la Casa Real sin desentonar con nuestro tiempo ominoso; aquéllos que pretenden estar en procesión y repicando. Mas esta endeble apología de las bondades monárquicas no es sino la tumba en la que será depositado el cadáver de los reyes que jugaron a bailarle el agua a la era posmoderna. La somete a la coyuntura, a lo circunstancial.

La figura del monarca debe ser la del padre que vela por sus hijos, la del hombre que protege a otros hombres de los desmanes de un poder político rendido al culto del dinero. La monarquía, con su establecido orden sucesorio, libra al poder de verse enfangado por esas luchas intestinas que, en nuestro tiempo, sirven para decidir quién se erige en representante supremo de la voz del pueblo. No existe régimen político más noble, servicio más leal a la sociedad. Sin embargo, en España, la monarquía ha renunciado a cumplir su funciones más elementales. Tiempo ha que la monarquía dejó de ser salvaguarda de la tradición y garante de la unidad nacional. Ahora, es poco más que un florero que se afana en contentar a esa corrección política que acabará por defenestrarla; poco más que una pieza del inmoral tablero de nuestro tiempo.

La monarquía española se ha convertido en un algo prescindible, incluso reprobable. Ya no es baluarte de religión alguna, ya no es fortaleza que proteja valor alguno. Atrás dejó esos tiempos en que era familia del súbdito, institución defensora de la sociedad. La monarquía se ha adaptado al mundo hodierno. Y es que, ya saben, una monarquía adaptada a nuestra época no es sino una exótica república con corona y cetro.