martes, 30 de diciembre de 2014

La dictadura de la verdad del relativismo


A pocos se les escapa que la democracia liberal ha degenerado en un régimen despótico y relativista. Antaño, la voluntad del pueblo, de la mayoría, estaba constreñida por una serie de derechos individuales en los que la verdad quedaba encarnada. Hoy, Sócrates y la verdad han sido enterrados, la limitación de la voluntad de la mayoría ha quedado sumida en un océano de profundidad insalvable.

Por eso, resulta sobremanera curioso que algunos se obcequen en la expansión por el mundo entero de esos ideales democráticos que tiempo ha fueron desposeídos de su esencia. Aquéllos que ahora identifican la verdad con la opinión de la mayoría, aquéllos que han transformado la democracia liberal en un régimen en el que el poder de una mayoría inculta no encuentra límite alguno, son los que, paradójicamente, abogan por la imposición de su putrefacto sistema político en todos los países del mundo.
 
 
La idea de extender un determinado régimen político a lo largo del mundo es de génesis puramente kantiana. Sin embargo, mucho distan las democracias de las que hoy gozamos – o padecemos – de las repúblicas libres que el filósofo alemán planteó. En esas repúblicas, también democráticas, anidaba la verdad encarnada en un sistema jurídico en el que se recogían una serie de derechos individuales inalienables. Por ello, la expansión de esta forma de organización política no resultaba contradictoria con su esencia. Se trataba de exportar un régimen político asentado sobre la verdad con objeto de alcanzar la paz entre Estados.

Hogaño, cuando el pensamiento imperante es someter a los designios de la mayoría toda cuestión, se antoja incongruente tratar de establecer un único régimen político en todo el mundo. La teoría de extender por los confines de la tierra nuestra democracia es ya ilógica, pues en su seno se halla la negación de una verdad, la aceptación inconsciente de todo sistema de organización social aceptado por la mayoría, por muy despótico que éste sea. De este modo, aun siendo su objetivo lograr la paz perpetua, carece de legitimidad alguna.


Ésta no es sino una prueba más de las ingentes contradicciones del relativismo, al que le gusta estar en la procesión y repicando. Neguemos la existencia de la verdad – pues todo es relativo - pero impongamos nuestra forma de pensar ya que, al fin y al cabo, es lo más parecido a la verdad absoluta. 

miércoles, 24 de diciembre de 2014

Deduzco que



El otro día, apareció en televisión uno de esos supuestos intelectuales a los que tanta pleitesía se rinde en este país de broma. El menda, preguntado por la Guerra Civil, vino a decir, entre muchas otras cosas, que quienes aquí defendieron la democracia y la tolerancia – le faltó mentar los derechos humanos - en la década de los treinta  fueron las izquierdas del PCE, PSOE y la FAI. Y se quedó tan ancha, la criatura.

Supongo que el intelectual pasó por alto que la II República se proclamó después de que las candidaturas monárquicas obtuvieran más del doble de los votos que obtuvieron las candidaturas republicanas. Supongo que olvidó que esos comicios celebrados en 1931 eran municipales, ni plebiscitarios ni gaitas. Supongo que ese bufón de la corrección política no quiso mentar que la sacro santa II República Española se declaró, de forma ilegítima, tras un gesto de infinita cobardía de Alfonso XIII.

Imagino que ese tonto del haba engalanado con tirantes desconoce que, tras la victoria de la CEDA en las elecciones de 1933, el PSOE amenazó al presidente de la República, Niceto Alcalá Zamora, con llamar a la sublevación si le otorgaba el gobierno al partido monárquico. Imagino que el contumaz cómplice del justiciero Garzón ignora el golpe de Estado que la izquierda protagonizó contra la República en octubre de 1934.

Barrunto que ese individuo, cuyo nombre aún no revelaré, olvidó mencionar las constantes acusaciones que Julián Besteiro dedicó a sus compañeros del PSOE. Acusaciones que denunciaban un acercamiento del “moderado” Partido Socialista a Moscú, acusaciones que apuntaban a los “demócratas” Largo Caballero e Indalecio Prieto, entre otros, como responsables del sometimiento de los socialistas españoles a los designios de ese nunca bien ponderado promotor de los derechos humanos llamado Iósif Stalin.

Deduzco que el gran Wyoming prefirió no referirse al asesinato, en 1936, del líder de la oposición, José Calvo Sotelo, que no fue sino otro de los magnicidios protagonizados por la izquierda. Deduzco que no estimó oportuno mencionar la quema de conventos e iglesias, las Checas o la matanza de Paracuellos. Deduzco que, en ese momento, al payaso de la televisión la verdad le resultaba un incordio, un óbice del que se libró con unas risas previas.

Lo peor es que son muchos los que comparten las falacias de Wyoming. Lo peor es que, incluso en los círculos cultos, la verdad se ha tornado en simple títere del interés ideológico. Y es que, por lo menos en España, a aquéllos que no aceptan la Historia, sólo les queda reescribirla.

jueves, 18 de diciembre de 2014

Éste no es el camino

 
Ayer, el Tribunal General de Justicia Europea anuló la decisión que la UE adoptó en 2003 de incluir a Hamás en la lista de organizaciones terroristas. En un nuevo gesto de infundada adulación por el Islam radical, Occidente volvió a escupir en plena cara al pueblo judío, volvió a someterlo a un atroz vituperio.

Ya, de por sí, resulta  execrable que el sector “progre” de Europa – absoluto dominador de la forma de pensar europea – en ocasiones denomine terrorista al que es el único Estado democrático y tolerante de Oriente Medio. Sin embargo, resulta todavía más deleznable que esa izquierda de tanta vileza se resista, como gato panza arriba, a calificar de terrorista a una organización que se dedica a lanzar misiles a un país en que los derechos individuales de los ciudadanos son escrupulosamente respetados con independencia de su religión.

Desde el momento en que se hizo con el control en Gaza, Hamás ha desarrollado una acción de cariz marcadamente terrorista. Los misiles lanzados sobre territorio israelí, los niños portando armas en plena calle, los túneles construidos con único objeto de sembrar el pánico en el sur de Israel y las ejecuciones públicas de algunos heroicos disidentes de su sanguinario régimen no hacen sino acreditarlo. Es decir, estas lindezas no hacen sino evidenciar que quienes gobiernan en Gaza comparten métodos y propósito con grupos como Estado Islámico o Hezbollah.

Todo ello legitima el descontento, la profunda insatisfacción, de Israel con la torticera decisión tomada por la justicia europea. Es verdaderamente  desolador que aquéllos que otrora fueron baluarte de los derechos individuales y la libertad, hogaño quieran extender su degeneración y putrefacción moral a uno de las pocos lugares que aún – y remando contracorriente – conserva algo de su dignidad, ese tan preciado y exiguo sustantivo.


Son ya demasiadas las pruebas de que el terrorismo en Europa queda impune y sale rentable. Y es que bailarle el agua al yihadismo no puede sino traer consigo sombríos augurios, no puede sino traer consigo imágenes de devastación. De seguir por este camino, los islamistas radicales acabarán con el lánguido Occidente tal y como los pueblos bárbaros acabaron con el decadente Imperio Romano. No digan que no lo advertí.

sábado, 13 de diciembre de 2014

Del realismo a la utopía

 
Son muchos los políticos y no políticos de Occidente a los que hogaño podemos oír - con los aplausos del Islam radical y Vladimir Putin de fondo - clamar por la abolición de los Ministerios de Defensa y los ejércitos; por la eliminación y defenestración de todo lo relacionado con lo militar. Todas estas reclamaciones, que bien podrían ser llamadas rebuznos, son extremadamente sorprendentes si atendemos a que, hace unos años, la mentalidad imperante era poco menos que antagónica.

Durante la Guerra Fría, época en la que surgieron los estudios estratégicos como tales, el realismo se erigió como principal mentalidad. El rasgo fundamental de esta escuela de pensamiento era el deseo de que la Guerra Fría se prolongase sempiternamente, pues consideraban que con ella, y las estrategias de disuasión de ambos bloques enfrentados, se había alcanzado el período de relativa paz más largo de la Historia.

Los realistas toman una visión hobbesiana con respecto a la naturaleza humana. Para ellos, el ser humano, a pesar de poder actuar, en ocasiones, de forma cooperativa o generosa, tiende a la violencia, a la conflictividad y al egoísmo. Niegan, pues, de forma tajante, esa concepción que señala al hombre como bueno y pacífico por simple condición. En aras de controlar esta natural y brutal actitud del hombre, los realistas buscan resolver los potenciales conflictos con el uso de la estrategia. Puede decirse, por tanto, que el realismo ve como inexorables las guerras entre Estados.

Su percepción sobre las organizaciones internacionales destinadas a evitar la guerra es, evidentemente, negativa. Los realistas, a pesar de admitir que los conflictos dentro de un Estado sí pueden ser resueltos, consideran que los Estados respetarán las leyes convenidas por esas mentadas organizaciones sólo hasta el momento en que dejen de ser beneficiosas para ellos, sólo hasta el momento en que comiencen a jugar en contra de sus propios intereses.

Con el fin de la Guerra Fría, las tesis realistas quedaron superadas. Un mar de optimismo, que llevó a muchos países a reducir los presupuestos destinados a la seguridad y a la defensa, se abrió paso con anonadante rapidez. Como prueba de ello, el libro que Francis Fukuyama publicó en 1992 (“El fin de la Historia y el último hombre), que sostenía la idea de que –con la caída del mundo comunista y la victoria de las democracias liberales- las revoluciones sangrientas y las guerras habían llegado a su fin.

Sin embargo, muy pronto esa euforia comenzó a disiparse como si de simple niebla se tratase. La primera Guerra del Golfo, la desintegración de Yugoslavia y las guerras tribales en África dejaron en evidencia a las personas que navegaban cómodamente en ese mar de optimismo. Más tarde, el 11S, las guerras de Irak y Afganistán, y los atentados terroristas en Madrid y Londres ya manifestaron la necesidad de los estudios estratégicos, la necesidad de invertir en seguridad y defensa.


Por ello, va contra toda lógica que algunos mantengan, hoy en día, la opinión de que debe reducirse el presupuesto de los Estados dirigido a la seguridad y la defensa. Hoy en día, mientras el Estado Islámico degüella a kurdos, cristianos y ateos. Hoy en día, mientras Putin lucha por anexionarse el este de Ucrania. Hoy en día, mientras de Europa salen un sinfín de milicianos yihadistas.

sábado, 6 de diciembre de 2014

El milagro de la Ruta de Birmania judía

 
Corría el año 1948, finales de mayo. La Jerusalén judía pasaba penurias. Resistía a las acometidas de la transjordana Legión Árabe con una atroz escasez de armamento. El racionamiento impuesto por Dov Joseph, uno de los hombres de confianza de David Ben Gurion en la histórica capital del pueblo hebreo, rayaba lo cruel. Era cada vez más indispensable conectar la segunda ciudad eterna con Tel Aviv para poder suministrar armamento y avituallamiento al damnificado ejército de David Shaltiel.

Sin embargo, las noticias no eran alentadoras. La Haganah había fracasado en su último y desesperado intento de tomar Latrún, posición clave en la carretera Tel Aviv-Jerusalén. Sabedor del último fracaso, el indómito artífice del Estado de Israel, David Ben Gurion, se devanaba los sesos en busca de una desesperada solución; era consciente de que si Jerusalén caía, la guerra se tornaría demasiado onerosa para un pueblo gravemente golpeado en lo anímico.

La bombilla se encendió. David Marcus y Vivian Herzog habían logrado atravesar las colinas de Judea con un jeep para llegar a Jerusalén desde Tel Aviv. Siguiendo un camino pedregoso, árido, habían consumado lo que se antojaba quimérico. Sin embargo, Ben Gurion era consciente de que no bastarían unos cuantos jeeps cargados de comida y armas para abastecer a la sitiada Jerusalén. Era necesario construir una verdadera carretera que permitiese el paso de convoyes. Y tenían muy pocos días, pues Jerusalén agonizaba; las funestas plegarias judías ya se oían desde Tel Aviv.

La construcción fue meteórica. El diez de junio, un día antes de decretarse la tregua que sería clave para la victoria del Estado de Israel, la Ruta de Birmania ya podía ser atravesada por convoyes. La Jerusalén judía estallaba en vítores, derramaba lágrimas de honda alegría. Desde Tel Aviv, Ben Gurion respiraba aliviado, sabedor de que esa carretera alternativa - y la mencionada tregua - darían la victoria a su gente.

Si hay un hecho que pruebe que el judío es el pueblo elegido por Dios, es éste. Una hazaña similar a la travesía del Mar Rojo, una hazaña que permitió que hoy en día hablemos del Estado de Israel, una hazaña por la que, permítanme decirles, mis mejillas siguen inundándose de emocionadas lágrimas.

miércoles, 3 de diciembre de 2014

Notas sobre el "gaullismo"


Charles de Gaulle fue la cabeza más visible de la resistencia francesa a la ocupación nazi. En su exilio en Londres fundó el movimiento “Francia libre”, que apoyaba la resistencia interior y que se opuso a la Francia de Vichy encabezada por el mariscal Petain. Tras la liberación francesa, lideró el gobierno provisional de la República hasta 1946.

Una vez consumada la marcha de De Gaulle, se inició el proceso constitutivo de la IV República francesa que, frente al poder ejecutivo, dio preeminencia al legislativo, al parlamento. La Francia de la IV República, sin embargo, tuvo que afrontar dos graves conflictos coloniales, uno en Indochina y otro en Argelia, colonias francesas hasta entonces.

El conflicto en Argelia fue sobremanera grave, hasta el punto de casi desencadenar una Guerra Civil. Con objeto de resolver la guerra argelina y la endémica inestabilidad de la IV República de Gaulle fue nombrado, el ocho de enero de 1959, presidente de la República Francesa. De este modo, se inauguró la V República, en la que se otorgaron muy amplios poderes al jefe de Estado. Es indispensable señalar, no obstante, que Argelia consiguió su definitiva independencia en 1962.

La acción de gobierno del General de Gaulle nos permite hablar de un verdadero movimiento político: el “gaullismo”. Éste se fundamentaba en la pretensión de devolver a Francia su grandeza, de colocarla a la cabeza de las naciones europeas, evocando las Cruzadas, la Francia de Luis XIV, etc.

Uno de los grandes objetivos de este General francés era mostrar su independencia con respecto a Estados Unidos en el ámbito de la política exterior, por lo que Francia fue uno de los primeros países en reconocer a los regímenes comunistas y salió de la estructura militar de la OTAN en 1966. Asimismo, su política se encaminó a reducir al máximo la influencia británica en el continente europeo y a la defensa de la Europa confederal, la Europa de las patrias, frente a la idea unificadora de los países europeos, de la Europa federal.

El “gaullismo” tradicional rechazaba, en lo económico, tanto la postura liberal como la socialista revolucionaria. Buscaba una tercera vía más igualitaria que el liberalismo y no basada en la lucha de clases como el socialismo. Por ello, puede concluirse que su modelo económico era -aunque habría que matizar- el keynesianismo.
Los defensores de De Gaulle abogaban por un poder ejecutivo fuerte y por una Francia que superase la tradicional división de izquierda y derecha mediante la relación directa con el líder o jefe de Estado. Es decir, buscaban la agrupación de todos los franceses a través de un sufragio universal directo para elegir al jefe de Estado y constantes referéndums.
El “gaullismo” se ha dividido, con el paso de los años, en distintas ramas que, a pesar de partir de una raíz común, se han enfrentado fruto de las diferentes interpretaciones de la política del General de Gaulle.

Por un lado, nos es posible encontrar el llamado “neogaullismo”, que ha ido acercándose a los postulados defendidos por el resto de derechas europeas. Defiende, de este modo, el liberalismo y es proclive a la OTAN. Si bien es cierto que continúa buscando la independencia francesa y europea con respecto a Estados Unidos y una Europa de las patrias encabezada por el país galo. Uno de sus más paradigmáticos representantes no es sino Nicolás Sarkozy, que materializó la vuelta de Francia a la OTAN en el año 2009.

Por otro lado, el “gaullismo” también ha derivado en una rama con un cariz algo más izquierdista y patriótico, defensora de la democracia social y que pone especial énfasis en la independencia nacional, así como en la búsqueda de una tercera vía alternativa al liberalismo y al socialismo. Probablemente sea esta vertiente la más fiel al “gaullismo” tradicional.

lunes, 1 de diciembre de 2014

Hitler y Putin

 
Muchas son las voces que comparan la actitud que las democracias occidentales están hogaño manteniendo con respecto a la política expansionista rusa en Ucrania con la que en su día mantuvieron con respecto al expansionismo nazi antes del estallido de la II Guerra Mundial. Una actitud de claudicaciones y más claudicaciones que, a ojos de muchos, tornó a Alemania lo suficientemente poderosa como para lanzarse a la conquista del continente europeo en busca del llamado espacio vital (“Lebensraum”).

Entre los años 1935 y 1936, Hitler se anexionó el Sarre, por medio de la celebración de un plebiscito entre la población de la región; impulsó el rearme de la sociedad alemana; estableció el servicio militar obligatorio; procedió a la creación de una fuerza aérea; y, además, ya en marzo de 1936, inició la remilitarización de Renania. Es decir, en ese período de tiempo Alemania violó gran parte de las sanciones que le habían sido impuestas en el Tratado de Versalles sin que se produjese reacción alguna entre las grandes democracias europeas.

Fue Gran Bretaña, gobernada por el conservador Chamberlain, el principal baluarte de la política de apaciguamiento respecto a Hitler. Esta actitud se debió a la firme -o no tan firme- convicción de que, una vez satisfechas sus ansias de reunificación germánica, su política expansionista, y con ello su permanente desafío a lo establecido en el Tratado de Versalles, cesaría. Esta política del “premier” británico contó, otrosí, con el beneplácito de Francia.

Sin embargo, la posición de Chamberlain fue interpretada por Hitler como una actitud de tolerancia a su programa expansionista, como una actitud semejante a la postración que daba a entender que sus próximas acciones no conllevarían una dura respuesta por parte de las democracias. De este modo, en marzo de 1938, las tropas alemanas ocuparon Austria y, tras una fuerte campaña de propaganda, Hitler forzó un referéndum que se saldó con la incorporación del territorio austríaco al Reich (Anchluss). Semanas más tarde, procedió a la ocupación de la región, en ese momento checoslovaca, de los Sudetes.

A partir de ese momento, el mandatario alemán tomó la iniciativa política y en septiembre de 1938 convocó a los jefes de gobierno de Francia, Gran Bretaña e Italia en la llamada Conferencia de Munich. Allí se pactó la integración de los Sudetes en Alemania a cambio de garantías de que Hitler no emprendiese una agresión sobre el resto de Checoslovaquia. Este acuerdo fue acogido con júbilo, hasta el punto de que Chamberlain, al llegar al aeropuerto de Londres procedente de la ya mentada conferencia, afirmó que se había salvado la paz, tan puesta en riesgo en las últimas fechas.

Es conocido por todos lo que llegó después: la desaparición de Checoslovaquia en marzo de 1939, tras la anexión de Moravia y Bohemia a Alemania, y el estallido de la Segunda Guerra Mundial.

Puede considerarse que esta política que llevaron a cabo las democracias, de carácter marcadamente pacifista y cortoplacista, es equiparable a la que hoy día se está tomando frente a Rusia. Y las tibias y poco efectivas reacciones tras la anexión rusa de Crimea así lo acreditan. Las democracias liberales se están comportando con Putin como en su día hicieron con Hitler, movidas por un excesivo miedo a la guerra.

Y es que parece evidente que si finalmente el presidente Putin se sale con la suya  en el este de Ucrania- si es que no se ha salido con ella ya - pronto mirará a Polonia; y quién sabe si luego al resto del continente europeo. Por ello, resulta indispensable una  pronta y verdaderamente contundente respuesta occidental a los desmanes de Putin. Se le debe hacer ver que, frente a su anhelo de volver a hacer grande a Rusia, hay unas democracias con las ideas claras. Y eso no se consigue con reacciones y sanciones como las vistas hasta ahora; eso se consigue con castigos ejemplares.