lunes, 17 de septiembre de 2018

El mito de la independencia

Un hombre feliz no es feliz por sus propios méritos; lo es porque hay otro – u Otro – que ha decidido amarlo incondicionalmente. Un hombre no es bueno por sus propios méritos; lo es porque hay Otro que lo sostiene, que lo impulsa.

Quizá uno de los más desapercibidos males que afligen a las sociedades occidentales contemporáneas sea la veneración de la independencia. En nuestra época, los hombres que despiertan admiración entre sus congéneres no son aquéllos que se confían a Dios y se apoyan en otros hombres, sino los que se ‘hacen a sí mismos’, los que toman las riendas de su porvenir y afirman sin cesar, jactanciosos, su ilimitada libertad. Tanto es así, que la independencia se ha tornado incluso en objetivo político de los burgueses catalanes y en lema vacío del periodismo ‘pompier’; también en pretexto que justifica la eliminación sistemática de los niños con discapacidad en el vientre de sus madres.

Habrá quien sostenga que esta inclinación social no constituye mal alguno. Lo más natural, dirá, es que el hombre persiga con avidez la independencia, pues sólo con ella será verdaderamente libre. Se trata de un razonamiento – falaz – propio de sociedades capitalistas, donde el irrefrenable deseo de ganancia va conformando poco a poco una mentalidad individualista, una mentalidad que se asienta sobre la premisa de que el hombre fuerte es aquél no se apoya en el prójimo (más que para obtener un beneficio económico, claro).

Lo cierto, sin embargo, es que el hombre verdaderamente fuerte es aquél que vence – con el auxilio de la gracia – la tentación de la soberbia y, humilde, se reconoce dependiente por naturaleza. No sólo necesitamos al otro para alcanzar cierta prosperidad económica, sino también para colmar el anhelo de plenitud que nos es propio. Un hombre feliz no lo es por sus propios méritos; lo es porque hay otro – u Otro – que ha decidido amarlo incondicionalmente. Un hombre no es bueno por sus propios méritos; lo es porque hay Otro que lo sostiene, que lo impulsa. El ser humano aislado, emancipado de las ‘ataduras’ comunitarias y divinas, no es libre; es simplemente infeliz e incapaz.


Decía San Agustín que ‘nuestra firmeza es verdadera mientras eres Tú mismo; pero, cuando es firmeza nuestra, es debilidad’. Quizá sea ésa una de las más elementales verdades que enuncia el catolicismo: que nosotros no nos bastamos; que el hombre, en tanto que hombre, nada puede lograr por su individual esfuerzo. Lo sostiene la gracia de Dios, y no es capaz sino del mal cuando se cierra a ella para afirmarse sí mismo. 

domingo, 15 de julio de 2018

El valor (religioso) de la agricultura


El agricultor alza la vista al cielo y le canta a Dios loas y alabanzas, regocijado por la fertilidad de la tierra y la bonanza del sol y la lluvia. En cambio, el gran financiero sólo puede ponerse frente a un espejo y admirarse a sí mismo.

El hombre se ha desligado de la tierra. Vive en edificios colosales que se despegan del suelo decenas de metros, trabaja por medio de artificios que domeñan la realidad y, asimismo, reniega de la vida rural, que estólidamente considera inferior a la cosmopolita vida urbana. Ni siquiera el agricultor sobrevive a esta separación: las hortalizas Toshiba – busquen en Internet qué son – han reemplazado a los tomates que surgen, con impulso milagroso, de la superficie; las máquinas y los dispositivos han sustituido a las herramientas y a las manos del hombre, que ya no tocan la tierra sino con intermediación.  

Habrá a quien el declive de la agricultura tradicional – con la progresiva disolución de las comunidades políticas europeas en el mastodonte burocrático bruselense, la imposición de la ideología de género y el frenético avance de la cultura de la muerte – le resulte anecdótico, incluso fútil. Sin embargo, lo cierto es que tiene una relevancia irrefutable y unas consecuencias antropológicas fácilmente distinguibles: aleja al hombre del fenómeno religioso.  

Frente a la economía hodierna y a su permanente culto a la innovación y al individualismo, la agricultura despierta en el hombre un sentimiento de gratitud. El agricultor es consciente de que su prosperidad depende enteramente de unos dones previos, ajenos a sus méritos o deméritos: el sol, la tierra, la lluvia, las babosas... Sin ellos, todo su esfuerzo se revelaría infructuoso. Por eso, en una época que entroniza la voluntad del hombre hasta afirmar su primacía sobre lo real, la agricultura tradicional nos recuerda – con un grito cada vez más desesperado – que el hombre no se basta por sí mismo, que es completamente dependiente de los regalos de Dios y de sus semejantes.  

Y de una conciencia de dependencia siempre brota una emoción de gratitud. El agricultor alza la vista al cielo y le canta a Dios loas y alabanzas, regocijado por la fertilidad de la tierra y la bonanza del sol y la lluvia. En cambio, el gran financiero sólo puede ponerse frente a un espejo y admirarse a sí mismo, pues su riqueza depende de su astucia, de su laxitud moral y del vago concepto 'suerte'. La agricultura es trascendencia; las finanzas, inmanencia. El agricultor agradece; el financiero presume.  

Quizá para reencontrarnos con el Creador debamos redescubrir la agricultura. Pero no esa agricultura de máquinas y hortalizas artificiosas que no brotan de la tierra, sino esa agricultura tradicional que en esta época descreída se nos revela como el mejor antídoto contra el voluntarismo y como el mejor sostén de la doctrina de la gracia.  

lunes, 2 de julio de 2018

El suicidio y la riqueza


Como nos enseñaba Chesterton, el gozo no se alcanza expandiendo nuestro 'yo' hasta el infinito, sino reduciéndolo a una minúscula dimensión.


Quizá uno de los más lacerantes dramas que aflige a la sociedad contemporánea sea el suicidio, que siembra dolor, desgarra familias y trunca esperanzas compartidas. Suicidarse es rechazar el gratuito don de la existencia, cerrar la puerta para siempre a esa belleza que, desde fuera, nos interpela, ofreciendo sentido y demandando compromiso. El suicida desprecia la fresca pureza de un manantial, la esperanza inherente a un amanecer e, incluso, la sutil delicuescencia evocada por las puestas de sol. Ni en lo hermoso ni en lo feo, ni en lo bueno ni en lo malo, ni en lo alegre ni en lo triste... En nada encuentra deleite. Ni sentido, que es lo importante. 

Cuando el hombre hodierno se aproxima a la cuestión del suicidio, le aborda siempre una pregunta desafiante: ¿por qué, en esta época de prosperidad y opulencia, tantos hombres fenecen por propio designio? La respuesta a este opresivo interrogante puede antojarse en un primer momento intrincada, pero pronto se revela sencilla hasta lo insultante. Tanto, que puede sintetizarse en tres palabras: por el individualismo. Tras la riqueza del mundo occidental contemporáneo, subyace un deletéreo culto al 'yo', que se expande hasta el infinito sin que ningún límite lo constriña. Ya no hay 'tú'. Ya no hay sacrificio (que consiste en salir de uno mismo, renunciando al propio interés). Y, en consecuencia, tampoco hay felicidad. 

Como nos enseñaba Chesterton, el gozo no se alcanza expandiendo nuestro 'yo' hasta el infinito, sino reduciéndolo a una minúscula dimensión. El hombre que mira ensimismado su propio ombligo no puede ser feliz, pues la dicha está fuera de él:  en un paraje que lo conmueve, en un manjar compartido con otros o – sobre todo – en un semejante que le dice 'me importas'.  

Por ese motivo, la plenitud no depende enteramente de nosotros mismos; es un don que nos brinda el otro y que hemos de acoger con humildad. Por mucho dinero que acumulemos (o por muchas experiencias placenteras que vivamos), no seremos felices si nos encerramos, dando la espalda al prójimo que quiere amarnos y a la realidad que quiere afectarnos. Esto es lo que no comprende el hombre hodierno, quien, muy pelagiano, se afana en darse a sí mismo una felicidad que cree parapetada tras montones de billetes de quinientos, noches de desenfreno en una discoteca o saltos arriesgados en paracaídas.

No basta, sin embargo, con recibir el regalo amoroso que nos entrega el prójimo; debemos acogerlo, comprometernos con él. La persona – y de ahí su naturaleza comunitaria – sólo es dichosa cuando se entrega al otro, cuando abandona el 'yo' y vive plenamente para el 'tú'. Paradójicamente, cuando el 'yo' deja de ser el fin que orienta nuestras acciones, cuando dejamos de preocuparnos por nuestra propia felicidad, ésta se nos acerca más, derribando el muro hormigonado que la Caída levantó. 

Nuestra sociedad no es infeliz a pesar de la riqueza. Es infeliz precisamente por la riqueza. O, mejor, por haberse rendido a ella. La plenitud no se halla en el banco de España o en un lupanar, sino en el vasto horizonte del 'tú' y en una actitud de asombro ante lo sencillo. Cuanto antes lo comprendamos, antes lograremos desmantelar esa industria del suicidio en que ha degenerado nuestra avanzada sociedad, tan ahíta de lujo y tan necesitada de amor.  


miércoles, 2 de mayo de 2018

'La manada'


La manada' es producto de una sociedad que ha desligado el sexo del amor y que, en consecuencia, reduce aquél a la mera satisfacción de apetitos incontrolables.

Si hay algo que caracteriza a la sociedad hodierna, es su proclividad a poner tronos a las causas y cadalsos a las consecuencias. Nos indignan los males concretos y más evidentes (y eso prueba que no hemos perdido del todo el sentido moral), pero ensalzamos los fundamentos sobre los que esos males se asientan. Así, nos subleva la mera posibilidad de que las pensiones públicas desaparezcan, pero jaleamos las políticas antinatalistas fomentadas por instituciones nacionales y supranacionales; así, nos consterna el yihadismo, pero somos incapaces de reflexionar de modo más o menos sosegado sobre el islam, al que motejamos acríticamente de religión de paz.  

Lo mismo ocurre con el caso de 'La manada', que tantas conciencias aletargadas ha despertado en los últimos días. Ya conocen de sobra los hechos: durante los sanfermines, cinco hombres ultrajaron a una joven a la que compelieron a hacer felaciones por doquier y sometieron con la saña propia del perturbado. El acto es abominable y, naturalmente, indigna a todo aquél de quien no se haya apoderado el Maligno. Pero esta indignación natural se revelará estéril - ya lo ha hecho, en parte – si no nos afanamos en descubrir y señalar los orígenes del mal específico.
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'La manada' es producto de una sociedad que ha desligado el sexo del amor y que, en consecuencia, reduce aquél a la mera satisfacción de apetitos incontrolables. El acto sexual, que antaño simbolizaba la plena entrega al otro (y debería seguir haciéndolo), constituye ya poco más que un simple proceso químico en el que la otra parte no es percibida como fin en sí misma, sino como simple suministradora de placer; en el que la otra parte no es objeto de una mirada amorosa, sino de una puramente lasciva. Es en la desnaturalización de la sexualidad y en la instrumentalización de las relaciones personales donde se halla el origen de conductas como la de los íncubos de 'La manada', cuyos instintos, por cierto, son estimulados a diario por la venérea realidad que se nos presenta a todos – en forma de manzana envenenada – tras la pantalla del ordenador.  

Si deseamos luchar seriamente contra los actos sexuales más sórdidos, empecemos por criticar la distribución indiscriminada de preservativos. Si deseamos acabar con las violaciones, empecemos por demandar la inmediata prohibición de la pornografía (al menos entre niños). Si deseamos más respeto hacia la mujer, empecemos por devolver la prostitución al lóbrego habitáculo del que nunca debería haber salido: la prohibición. Si no lo hacemos – y al tiempo clamamos aspaventeramente contra los íncubos de 'La manada' -, no estaremos sino poniendo tronos a las causas (la banalización del sexo) y cadalsos a las consecuencias (las conductas sexuales depravadas). 

Sólo recuperando la extraviada sacralidad del acto sexual podremos dejar de ser manada y convertirnos, de nuevo, en comunidad.  

martes, 6 de marzo de 2018

Izquierda y capitalismo


Promoviendo el uso de anticonceptivos, fomentando un feminismo que reniega de la maternidad y hostigando la lucha de sexos, la izquierda posmoderna ha propiciado la materialización de uno de los sueños húmedos de la plutocracia: un mundo en el que predominen las familias de pocos vástagos y los individuos aislados.


Quizá influidos por la reminiscencia de un tiempo pretérito que jamás volverá, los obtusos medios de comunicación españoles acostumbran a asociar el liberalismo económico con una suerte de conservadurismo moral. Así, ignorando que el dinero y la tradición siguen caminos diferentes e incompatibles, creen que quien toma el capitalismo como sistema económico opta también por un modelo social y ético opuesto al preconizado por el progresismo. La realidad, sin embargo, es bien distinta.

El progresismo moral, de hecho, no ha devenido sino en instrumento del que se sirve el capitalismo para alcanzar sus propósitos. Promoviendo el uso de anticonceptivos, fomentando un feminismo que reniega de la maternidad y hostigando la lucha de sexos, la izquierda posmoderna ha propiciado la materialización de uno de los sueños húmedos de la plutocracia: un mundo en el que predominen las familias de pocos vástagos y los individuos aislados. No en vano, como ya adivinaron los padres del pensamiento capitalista, cuando el trabajador no tiene a nadie a quien mantener, sus exigencias salariales se tornan, de pronto, más laxas, más compatibles con el empresarial anhelo de maximizar los beneficios.

Así pues, nos percatamos de que todos esos postulados progres acaban beneficiando al dinero transnacional, que, por un lado, desea familias diminutas para poder reducir los salarios sin oposición y que, por otro lado, busca seres desarraigados que no hagan sino consumir. Individuos que no amen, que no admiren; individuos que simplemente consuman hasta la extenuación o el suicidio.

En su demencia, la izquierda posmoderna, que ha dejado de defender al hombre común para abanderar las más disparatadas causas y proteger a los más residuales colectivos, ha llegado incluso a hacer suyos los ideales y objetivos de Malthus. Preocupados por el cambio climático, los más conspicuos popes del pensamiento progre han abrazado esa deletérea idea que responsabiliza del deterioro mediombiental a un supuesto ‘exceso de población’ (¡cuando el verdadero causante de ese deterioro es el mismo capitalismo que anhela la reducción de la población mundial y que sólo atiende a lógicas económicas!).

La dura realidad que tratan de ocultar los medios sistémicos es que el capitalismo, como ya ocurría hasta cierto punto en tiempos de Belloc, se beneficia de la anarquía moral predicada por la izquierda. Si se ha desarrollado tanto en las últimas décadas, es porque esta última le ha ayudado a despojar a la sociedad de sus anhelos trascendentes, de sus vínculos con el pasado (o de su tradición) y de su sentido comunitario. Ello nos prueba que la alternativa no se encuentra en los postulados de ninguna ideología moderna o posmoderna (que, al fin y al cabo, bebe de las mismas fuentes que el capitalismo), sino en esa milenaria institución que tiene su sede en Roma y su origen en Jerusalén. 

domingo, 18 de febrero de 2018

Adoctrinamiento


El problema del sistema educativo catalán no es el adoctrinamiento, sino el adoctrinamiento en la mentira. Su mal no es el dogma, sino el dogma falso e injusto.

Una de las más distintivas características del hombre hodierno es su incapacidad para enunciar diagnósticos adecuados respecto de males sociales concretos. De este modo, por ejemplo, creemos que el mayor problema del sistema educativo catalán es el ‘adoctrinamiento’; un adoctrinamiento que han denunciado, en tono enternecedoramente indignado, algunos de los más egregios representantes de los partidos políticos españoles (esos mismos que, sin embargo, se aseguran de que los niños engullan en toda España la alfalfa producida por la ideología de género).

La dura realidad es que atacar el adoctrinamiento, en abstracto, es atacar la educación misma. Adoctrinar no consiste sino en inculcar una serie de principios y dogmas a otros, generalmente más jóvenes. No existe otra forma de enseñar, por mucho que los pedagogos aseveren hogaño que el maestro debe limitarse a abrir la mente de sus alumnos. ¿Qué padre de familia no enseña a sus hijos a hacer el bien y a evitar el mal? ¿Qué profesora no educa a sus pupilos en unos códigos morales concretos? ¿Qué abuela no le dice a su nieto que debe amar al prójimo? Relacionamos el adoctrinamiento con la oscuridad y la tiranía, pero tiene más que ver con la luz penetrante de la educación; esa luz que incide sobre el hombre y le permite construir unas bases sobre las que asentar su libertad.

Si a lo largo de la historia las generaciones jóvenes no hubiesen sido adoctrinadas en las verdades más evidentes y puras, nuestro conocimiento de lo real sería hoy exiguo. La cuestión es que los infantes ya no son educados en esas verdades, sino en preceptos de ideologías que han envenenado nuestro mundo. Cuando criticamos el adoctrinamiento en las escuelas catalanas, realmente pretendemos denunciar las deletéreas ideas con que el separatismo catalán contamina el alma de los niños. Mas, como vivimos en una época que considera que todas las ideas son válidas y respetables, disfrazamos esta noble pretensión y arremetemos contra la esencia misma de la enseñanza.

El problema del sistema educativo catalán no es el adoctrinamiento, sino el adoctrinamiento en la mentira. Su mal no es el dogma, sino el dogma falso e injusto. Ya nos enseñaba Chesterton que ‘el dogma es en realidad lo único que no puede separarse de la educación (…) Un profesor que no es dogmático es un maestro que no enseña’.

domingo, 28 de enero de 2018

Hacia un nuevo léxico político

Por Juan Oltra, firma invitada

Que sí.  Que a estas alturas ya nos hemos enterado todos. No somos de izquierdas ni de derechas. El repertorio fraseológico es tan amplio como repetido. Es hemiplejia moral; es ceguera intelectual; es una perfecta imbecilidad… En fin, lo de siempre. Nos sabemos magníficamente la lección, vaya.

Reconozco, como el que más, lo afortunado que estuvo en este punto Ortega y lo aprovechable de esa ruptura con ambos posicionamientos, en cuanto epifenómenos de un mismo proceso revolucionario.

Pero hagan el favor: miren a su alrededor. Izquierda y derecha han volado por los aires. Estas categorías no sirven ya ni como etiquetas. ¿No creen que viene siendo hora de renovar nuestro lenguaje político?

Hablar de “las derechas” siempre ha resultado complejo y polémico. Si algo parece habernos quedado claro es que emplear el término en singular es casi una aberración académica. Pero, más allá de la complejidad semántica, es fácilmente constatable que decirse “de derechas” ha llevado aparejada desde hace décadas una nota social de infamia. Precisamente por ésto, los acomplejados herederos de este bagaje político son los primeros en desentenderse de él o en apresurarse a lavarle el rostro y dar una imagen más cool. En este sentido, el ejemplo de Cristina Cifuentes resulta paradigmático. En efecto, se han integrado a la perfección ─incluso promoviéndolo─ en el consenso socialdemócrata que sustenta al régimen partitocrático del 78, y que constituye uno de los ejes del Mátrix progre, en genial expresión de Juan Manuel de Prada.

Sin embargo, donde se observa con mayor claridad la pérdida de relevancia de la vieja dialéctica derecha-izquierda, es en el análisis de la evolución de esta última.

Fueron “poetas” como A.  Ginsberg quienes sentaron las bases de la metamorfosis izquierdista. Comienzan a divulgar en Estados Unidos los postulados freudomarxistas heredados de la Escuela de Frankfurt, y es así como las obsesiones sobre la sexualidad comienzan a eclipsar el discurso clásico de la izquierda. Asimismo, el individualismo moderno más extremo se abre paso velozmente frente a la idea ─también moderna, pero no ajena a la izquierda─ de colectividad.

Las influencias de esta izquierda renovada se extienden en la juventud, especialmente en el ámbito universitario. Y llegamos así, en Europa, a mayo del 68. Pese a que original y epidérmicamente el mayo francés recogiese reivindicaciones sociales; en el fondo constituyó el cénit del proyecto nihilista que se inició en los albores de la modernidad. 
El hedonismo, el materialismo y el individualismo egoísta que importasen los Estados Unidos, regresaban a Europa con mayor proyección y fuerza que nunca. Las más infantilizadas utopías compendiadas en estúpidos eslóganes, se combinaban contradictoriamente con la admiración hacia la China de Mao.

Pero no nos engañemos. El supuesto carácter transgresor del fenómeno no excedió los límites de la moral. Y, aun así, se trató de una transgresión subvencionada. En efecto, mayo del 68 supuso la alianza decisiva entre el modelo económico capitalista y la progresía cultural. Al reflexionar sobre estas cuestiones no podemos dejar de recordar las tesis de Augusto del Noce, quien consideraba que la aplicación del marxismo, en general, había contribuido a “pulir” la moral burguesa. Se desembarazaba así de toda reminiscencia a conceptos tradicionales, y la moral burguesa-cristiana pasaba a ser una moral burguesa pura. Es por ello que, siguiendo a del Noce, nos atrevemos a asegurar que mayo del 68 pasó a la Historia como la última de las revoluciones (intra)burguesas.

Al decir de Alain de Benoist, «lejos de exaltar una disciplina revolucionaria, sus partidarios querían ante todo “prohibir las prohibiciones” y “gozar sin barreras”. Muy pronto se dieron cuenta de que hacer la revolución y ponerse “al servicio del pueblo” no era el mejor camino para satisfacer sus deseos. Por el contrario, comprendieron que éstos se verían satisfechos con mayor seguridad en una sociedad liberal permisiva. Y se terminaron aliando de forma natural con el capitalismo liberal, lo que no dejó de reportar, a un buen número de ellos, ventajas materiales y financieras».

Será esta nueva izquierda la que arríe paulatinamente las banderas de la justicia social para sustituirlas por las de la justicia antropológica, como bien apunta Dalmacio Negro en recientes estudios.

La desmembración de la sociedad en multitud de colectivos; la ruptura del lazo social y la creciente abulia, conformismo y despreocupación de los ciudadanos —descompromiso que encuentra sus mejores reflejos en España, donde se ha implantado ejemplarmente el homo festivus— hacen que las llamadas luchas posmodernas derivadas de la hegemonía ideológica de esa izquierda (que triunfó culturalmente en aquellos años, y que políticamente comienza a conseguirlo ahora), cumplan eficientemente tres funciones principales. A saber:

Controlar el pensamiento, que se puede desarrollar solamente dentro de unos límites marcados por la mal llamada “corrección” política.

- Destruir todos los elementos orgánicos que aun pudiesen conservar, o desde los que reconstruir, la noción de comunidad y de bien común. El individuo aislado e independiente, atomizado. Se busca completar su emancipación, en definitiva.

Fijar el foco de atención sobre unos productos ideológicos artificiosos (pansexualismo, ecologismo, antirracismo (mención aparte merecería el multiculturalismo), veganismo, feminismo y abortismo, pacifismo, animalismo, proclamación de infinidad de “identidades” de género…) para desviar la atención de las cuestiones verdaderamente cruciales.

Resulta cuanto menos sospechosa la confluencia de intereses entre las agendas de las élites y las de los colectivos protagonistas de estas reivindicaciones humanitaristas posmodernas. Son los grandes magnates quienes financian las actuaciones de los lobbies, tras lo cual pasan a ser considerados poco menos que filántropos. Puede que el personaje más conocido a este respecto actualmente sea George Soros con su fundación, significativamente denominada Open Society.

Su táctica será muy reprobable, pero funciona. Mientras perdemos el tiempo enzarzados en absurdos debates sobre si los niños tienen vulva; o sobre si es posible que una mujer contraiga matrimonio con una estación de tren, las oligarquías financiero-mediáticas continúan desarmando nuestra soberanía social, destruyendo nuestros derechos y disolviendo la identidad de los pueblos.

Y si continuamos con el viejo lenguaje dialéctico izquierda-derecha, acabaremos convenciéndonos, en perfecta sintonía con los tertulianos sabatinos de 13 TV, de que Pablo Iglesias o Pedro Sánchez son peligrosos revolucionarios. Creo que no supone ninguna novedad desmentirlo. Están consagrados al servicio de la tiranía socialdemócrata y de esas luchas posmodernas que el capitalismo global ha hecho suyas por serles de una rentabilidad inusitada.

Los términos, insisto, deben de ser actualizados. La verdadera disidencia al mundo moderno solo puede provenir de una oposición real ─ya se plantee en clave política o metapolítica─ al reino de la uni-forma y a los mitos e imaginarios que inauguró el totalitario discurso ilustrado.

Y sí. Izquierda y derecha van de la mano. Asumámoslo de una vez. No reside ahí la tensión de nuestro tiempo.

Más allá de recetas económicas concretas y de propuestas contingentes, el devenir de España vendrá determinado por una batalla entre quienes se doblegan a las élites cosmopolitas y quienes, por contra, se niegan a sacrificar la tradición.

Entre quienes balcanizan sociedades inventando y financiando colectivos, y quienes buscan preservar la natural convivencia de las partes que componen el Todo.

Éste es el (no tan) nuevo dilema. Oligarquía o pueblo. Armonía del hombre con su contorno, o desarraigo.