lunes, 31 de agosto de 2015

Familia y violencia doméstica


Cada día presenciamos, gracias a esa gran pantalla embrutecedora que preside el salón de todas las casas de España, un caso de violencia doméstica. Cada día nos tornan partícipes, si bien de forma indirecta, del sufrimiento de una familia destruida, del llanto de un hijo huérfano, de la irremediable desesperación de una anciana madre a la que un miserable ha privado de su hija. O de su hijo. Y nos indignamos, gritamos bien alto el Estado debe poner fin al drama y a la injusticia por todos los medios. Levantamos nuestro dedo acusador y señalamos a la familia, esa machista institución, esa obsoleta estructura de dominio y sumisión. Y esto último es precisamente lo que quieren que hagamos quienes han conseguido, siguiendo sus aviesos propósitos, que la violencia doméstica sea un asunto de charlatanería cotidiana en las redes sociales.

Su objetivo, el de esos facinerosos que dominan nuestras vidas desde el parapeto de la penumbra, es propinar la definitiva estocada a la familia, acabar de destruirla. Por eso la culpan de la violencia doméstica; por eso afirman, sin que se les caiga la cara de vergüenza, que el matrimonio es responsable de tanta sangre. Olvidan, pensarán ustedes, que la mayor parte de casos de violencia doméstica se dan en las llamadas parejas de hecho, que la violencia doméstica no es sino la trágica e ineluctable consecuencia del desmantelamiento de la familia. Con eso juegan, yo les diré. Ellos tienen claro su fin y manipulan burdamente la realidad, como se manipula un reloj de agujas del “chino” de la vuelta de la esquina.

La familia es la única institución en que el hombre es verdaderamente libre. En ella, la persona es acogida tal y como es; en ella, se cultivan los sentimientos fundamentales, las tradiciones más arraigadas. Sin familia, el ser humano queda indefenso ante la contumaz voracidad de la existencia, ante los posibles desmanes del poder político. No permitamos que la emponzoñen con falsos testimonios, no permitamos que la destruyan.Y es que, en caso de permitirlo, no estaríamos sino pavimentando una siniestra y lúgubre carretera hacia la esclavitud.


El lugar donde nacen los niños y mueren los hombres, donde la libertad y el amor florecen, no es una oficina ni un comercio ni una fábrica. Ahí veo yo la importancia de la familia”. (Gilbert Keith Chesterton).

jueves, 20 de agosto de 2015

Tributo a Juan Manuel



El otro día le eché un vistazo a un interesante, entiéndase la ironía, periódico digital de estos bien rojeras y sectarios. Es lo que tiene el estío, que deja con la guardia baja a un personal, servidor incluido, dispuesto a perpetrar todo tipo de imprudencias. En ese periódico, que sin faltar a la verdad podría llamarse panfletillo, encontré un artículo en el que se tildaba a Juan Manuel de Prada de retrógrado, ultracatólico y reaccionario. Con un par. Y es que hogaño quien cuestiona el progresismo y las supuestas bondades de nuestro Siglo es inmediatamente condenado por el Tribunal de la Santa Corrección Política.
Los progres, que se exhiben ufanos como salvaguarda de la tolerancia, detestan, señalan y marginan a quienes, como de Prada, no tragan con la deshumanizadora filosofía de la posmodernidad, con la contumaz irreverencia de la época. De nada importa que sean de derechas o de izquierdas, liberales o comunistas, del PP o del PSOE. A todos ellos les une el odio común hacia los que defienden que España y Europa, sin tradición, no pueden comprenderse.Y ya saben ustedes, el enemigo de mi enemigo es mi amigo.

Su tiranía se llama democracia y toman la ignominia como su más eficaz medio de coerción. Desprecian a las personas con principios y a aquéllos que serían capaces de dar la vida por unos ideales, por una religión, por una mujer amada, incluso. Su bandera es el emotivismo inane, la insana indiferencia. Acogen, con falsa displicencia, a aquéllos que, asumiendo lo principal de sus postulados, discrepan en asuntos menores; les sirve para dar credibilidad a su paripé de pluralismo. No les tiembla el pulso para condenar al ostracismo, a la alienante vida de anacoreta, a aquéllos que cuestionan lo fundamental del progresismo hegemónico. Son malvados, en definitiva.
Juan Manuel de Prada es una de las víctimas que se han cobrado; uno de los muchos asesinados (en sentido metafórico) por el Tribunal de la Santa Corrección Política, más sanguinario y sutil que el del Santo Oficio. No han tenido reparo en silenciarlo. Pero no te preocupes, Juan Manuel, somos muchos los que seguiremos leyendo con sana avidez tus versos en forma de prosa; los que, conscientes de que la muerte no es el final, seguiremos rindiéndote tributo.

domingo, 9 de agosto de 2015

El odio a Israel


El trato que los medios de comunicación europeos dispensaron al asesinato del bebé palestino evidencia el profundo odio que la izquierda, el progresismo, sigue profesando hacia Israel. Todo fueron condenas; todo se presentó como una oportunidad más para atacar al Estado judío. Que si los judíos son radicales, que si el “apartheid” sudafricano y tal y cual. Y es que para ésos que hoy guían el rebaño occidental, a veces llamado opinión pública, los judíos y su Estado no son sino un muñeco de trapo en el que ciscarse; un “punching ball” al que golpear hasta que quede reducido a cenizas.

Todos nos preguntamos a qué se debe tanta inquina, a qué se debe tan insana aversión. Si Israel, en su origen, era un país de izquierdas, dirán. Si el sionismo es un movimiento que combina - por lo menos antaño así era - socialismo y nacionalismo, clamarán, indignados. Y llevarán razón. Sin embargo, lo cierto es que el progresismo europeo perdió el “oremus” tiempo ha y lejos está de querer recuperarlo. Pronto hasta Marx le repugnará. Lo que le mueve es un odio exacerbado hacia todo lo que representa Europa. A su tradición, a su historia, a sus raíces. Y a ese infundado resentimiento - que aún no pueden manifestar alegremente - le dan rienda suelta asestando puñetazos a los hebreos.

Nada les importa a los progres europeos, cuya seña de identidad es la deshumanizadora ideología de género, el bebé asesinado. Nada les importa, en definitiva, la suerte de los palestinos; utilizan su sufrimiento y su penuria para alcanzar sus aviesos objetivos, que no radican sino en la destrucción de la civilización occidental. Los palestinos y su causa no constituyen, para ellos, más que un medio para crear un clima social determinado; un clima que termine por acoger, jubiloso, sus ideas impregnadas del hedor del resentimiento y el rencor.


El sempiterno aplauso que el furibundo odio a Israel recibe es muestra inequívoca de la decadencia occidental, de la podredumbre europea. Europa, sumida en el relativismo y en el hedonismo, ya ha renunciado a defenderse a sí misma. Europa ya está sentenciada a muerte y, por ello, lo único que le queda es atacar a ésos que, compartiendo sus raíces, no se resignan a la burda desaparición.