domingo, 24 de diciembre de 2017

Paz injusta


Si la paz que construimos está fundada en la injusticia, sólo estaremos replicando la crueldad del averno en la Tierra

Uno de esos términos que el mundo occidental contemporáneo – tan necesitado de sucedáneos religiosos – ha entronizado es el de ‘paz’. El pacifismo se ha tornado en un credo ideal que sólo los más despreciables hombres pueden refutar; en una actitud vital que le brinda al individuo la llave de la felicidad. Así, nos hemos acostumbrado a que nuestros líderes espirituales presenten la paz como el más importante de los fines que deben orientar la acción humana. Sin embargo, esta aseveración, como tantas de las escupidas por nuestras élites intelectuales, es manifiestamente mendaz.

Afirmar que la paz debe constituir el fin último de la sociedad se antoja tan disparatado como sentenciar que la conversación nos torna más sabios. Todo dependerá de la calidad de la conversación, así como todo dependerá de la naturaleza de la paz. Si en nuestras conversaciones no se da una unidad de bien, verdad y belleza, nuestro conocimiento de lo real no crecerá; si la paz que construimos está fundada en la injusticia, sólo estaremos reproduciendo la crueldad del averno en la Tierra.

Incluso los cristianos modositos – impelidos por las diatribas del Sumo Pontífice, que apoyó el ilegítimo ‘proceso de paz’ con las FARC en Colombia – han asumido como propia esa averiada visión que considera la paz, la ausencia de violencia y guerra, como el más deseable de los estados humanos. Y para justificar su deletérea postura, retuercen a Cristo hasta el punto de presentarlo como una obsoleta versión de Ghandi, como una suerte de apóstol del movimiento hippie. Pero lo cierto es que Jesús no fue un moderadito. Sus alegatos por la paz fueron, sin duda, menos contundentes que sus acciones en defensa de la justicia. Él nunca pronunció una palabra contra la guerra (tampoco a favor); Él podría haber permitido que los mercaderes siguieran profanando el Templo, mas antepuso justicia a paz.

Sólo una sociedad delicuescente, y alejada de la palabra de Cristo, exalta la paz por encima de todo lo demás. Y es que las sociedades moralmente sanas – aquéllas con ganas de pervivir –  son perfectamente conscientes de que pocas cosas hay tan opresivas como una paz fundada en la mentira y la fealdad; de que más valen cien guerras justas que una paz injusta. 

miércoles, 6 de diciembre de 2017

Dar las gracias

Cuando agradecemos, reconocemos que nuestra imperfecta insignificancia no merece ni cortesías ni requiebros; que nuestra pequeñez no es digna de la belleza del gran universo.

Todos hemos oído a nuestros allegados más provectos – que se criaron en una época de declive de los grandes principios morales, pero de vigor de los pequeños principios morales – clamar contra la mala educación de las nuevas generaciones. Mala educación que se manifiesta, entre otras cosas, en una contumaz incapacidad para dar las gracias. Así, cada vez es más inhabitual que el término ‘gracias’ constituya el eje fundamental de una conversación, y eso lo perciben nuestros ancianos. No obstante, su airada y justificada protesta no acostumbra a ahondar en las causas que motivan esos malos modos con que se conduce el hombre contemporáneo.

En mi opinión, nuestra renuencia a dar las gracias al hombre que nos deja atravesar la puerta antes que él – o al camarero que nos sirve en un restaurante – deriva de nuestra falta de humildad, de nuestro ensoberbecido orgullo. Éste nos hace percibirnos merecedores de un rojizo amanecer frente al Mar de Galilea y de un hermoso crepúsculo junto a la mujer que amamos. Nos lleva a creer que ameritamos tanto las delicias que cada día encontramos en nuestra mesa como el calor familiar de una cena navideña. El cegador orgullo nos lleva incluso a pensar que el hombre merece que Dios entregue su vida para liberarle de la onerosa carga del pecado.

Pero la esencia de la realidad es su condición de regalo inmerecido. El hombre orgulloso, que es el que prolifera en una época que niega toda limitación, no es capaz de admirar la grandeza de las cosas, pues está demasiado ocupado observando la mugrienta pequeñez de su ombligo. Todo acto de servicio lo concibe como un acto de justicia para con él, que merece tanto la noche estrellada como el dorado atardecer.


El orgullo, además de lastrar nuestra capacidad de asombro, nos impide dar las gracias. Porque, cuando agradecemos, reconocemos que nuestra imperfecta insignificancia no merece ni cortesías ni requiebros; que nuestra pequeñez no es digna de la belleza del gran universo. Por eso, al hombre hodierno, que ha renegado de su condición de criatura y ha ocupado ilegítimamente el trono del Creador, dar las gracias se le antoja el estúpido atavismo de un tiempo felizmente superado. 

miércoles, 25 de octubre de 2017

El progresismo y la libertad

El progresismo, en tanto que determinista, es la más deshumanizadora de las ideologías, pues no acepta la misma esencia del hombre.
Entre los más irracionales credos que uno puede encontrar, la fe en el progreso, tan común en Occidente desde las postrimerías del Siglo XIX, ocupa un puesto prominente. En nuestra delicuescente época, la historia es presentada como una línea recta que conduce ineluctablemente a la sublimación del ser humano a través de los avances técnicos y científicos. Un mal intelectual que, de no estar tan extendido, podría despacharse con esa risotada de suficiencia con que la verdad deja en evidencia a la mentira y la bondad destapa las vergüenzas de la maldad.

Tras el progresismo – así llamaremos a este mal intelectual – subyace una entronización del determinismo y una consecuente negación de la libertad humana. Quien afirma que el mero transcurso del tiempo implica, inevitablemente, una mejora de la salud moral de la sociedad rechaza que el hombre, con su libertad, sea el principal actor de la historia; rechaza, en definitiva, que el ser humano pueda alterar el curso de los acontecimientos. El progresismo, en tanto que determinista, es la más deshumanizadora de las ideologías, pues no acepta la misma esencia del hombre.

El progresista que lleva sus creencias hasta las últimas consecuencias niega que el hombre sea libre de elegir entre bien y mal, entre mejora y deterioro, entre verdad y mentira o entre justicia e injusticia. Le torna en marioneta de una obra de teatro cuyo desenlace ya está escrito; en animal que no sólo no puede aspirar a cambiar el mundo, sino que se sabe incapaz de cambiar a su propia familia. Así, lo sumerge en un paradójico y alienante pesimismo que tiene en el suicidio su más lógico final. Y es que, para alcanzar la plenitud, el ser humano necesita encontrarle un sentido a su existencia; necesita sentirse parte de un proyecto que pueda mejorar - o empeorar - con sus libres y creativas acciones.


Por fortuna, la mayor parte de quienes apelan al progreso como algo inevitable, como mero resultado del paso del tiempo, no han examinado con detenimiento el verdadero significado de sus palabras. Si lo hiciesen, si de verdad llegasen a la conclusión de que las acciones del hombre ni son libres ni tienen influencia alguna en el devenir histórico, se tumbarían en la cama y, pacientes, aguardarían a que el progreso salvara el mundo. 

domingo, 8 de octubre de 2017

El trabajo y la plenitud vital


Con el trabajo, el hombre pone su talento al servicio del prójimo; con el trabajo, el hombre desarrolla (o debería) su creatividad y su sentido de la belleza; con el trabajo, el hombre aleja de sí a Satanás, que encuentra en nuestro ocio su paraíso 

A ninguno de mis brillantes lectores se le escapa que muchos de los oficios hogaño desempeñados por personas serán, en un futuro más próximo que lejano, llevados a cabo por robots. Este hecho, del que sólo parecen hablar economistas de izquierdas y pensadores con honda conciencia comunitaria, debería en verdad turbar a todo hombre preocupado por su porvenir. No en vano, la plaga no sólo afectará a aquellas actividades de carácter eminentemente práctico, sino también a aquellos oficios que requieren de cierto ejercicio intelectual por parte del trabajador (ya hay robots que redactan noticias).

Como hasta un infante podría deducir, la consecuencia de esta entrada de la inteligencia artificial en el mercado laboral será una mayor e inexorable concentración de la riqueza. El paro crecerá, los salarios se reducirán y los empresarios amasarán una opulenta fortuna, pues poseerán tanto los medios de producción como la mano de obra. Ante esta situación, la clase política de los países occidentales no habrá sino de institucionalizar un sistema de limosnas que permita subsistir a esa masa social privada de su sueldo y de su trabajo y que, al tiempo, refrene las ansias revolucionarias.

Esta ominosa predicción, que de cumplirse constituiría el fin de la clase media, sólo podría evitarse alterando nuestra hodierna concepción del trabajo. De percibirlo como un costoso lastre del que el empresario ha de prescindir para maximizar sus beneficios – o de una onerosa y opresiva obligación – , debemos pasar a concebirlo como un sendero que el hombre tiene que atravesar, necesariamente, en su camino hacia la vida plena. Con el trabajo, el hombre pone su talento al servicio del prójimo; con el trabajo, el hombre desarrolla (o debería) su creatividad y su sentido de la belleza; con el trabajo, el hombre aleja de sí a Satanás, que encuentra en nuestro ocio su paraíso. Es por ello por lo que privar al ser humano de él, de la faena cotidiana, se antojaría tan nocivo para su espíritu como pernicioso sería para su cuerpo privarle de agua.

Por otro lado, y derivado de esto, eludir la masiva entrada de la inteligencia artificial en el mercado laboral exigiría un cuestionamiento de la esencia misma de la modernidad, que no estriba sino en la asunción de que la naturaleza humana debe adaptarse a las condiciones. Si anhelamos preservar un sistema social justo, habremos de recuperar la medieval idea de que son las condiciones las que han de adecuarse a la naturaleza humana; de que el modelo económico, y no al revés, debe estar al servicio del hombre, ese extraño ser que sólo puede encontrarle sentido a su existencia poniendo sus talentos al servicio de algo. 

Cuando aceptemos el carácter dañino de los modelos económicos que no se amoldan a la naturaleza humana y reconozcamos que el trabajo es un medio indispensable para alcanzar la plenitud vital, concluiremos que privar a más de la mitad de los hombres del trabajo constituiría uno de los más graves crímenes jamás perpetrados.

domingo, 3 de septiembre de 2017

Por un patriotismo irracional


El amor por la patria debiera ser como el amor que el padre profesa a su hijo; un amor incondicional, que no atienda motivos o razones

Si algo hemos de agradecerle a los secesionismos catalán y vasco, es que ponen de manifiesto a diario la contumaz torpeza de una clase política española que se halla anclada en ese afán de suicidio llamado cortoplacismo. Ante los constantes desafíos de la avara burguesía catalana (y de esa izquierda exaltada y maloliente que le hace el trabajo sucio), nuestros políticos, sin apenas distinción de partidos, se afanan en enumerar motivos, razones, por los que Cataluña debería permanecer en España, unidad política generalmente motejada como ‘Este País’. Así, disertan, con esa irritante petulancia que sólo el ignorante puede exhibir, sobre lo desconcertante de que un grupo de personas quiera destruir una nación grandiosa, democrática, próspera y estupenda como España.

Quien haya leído a Chesterton advertirá al instante la debilidad de esta viciada argumentación: que abre la puerta a que España sea descuartizada cuando deje de reunir las condiciones citadas. Cuando nuestra patria deje de ser democrática, el separatista catalán o vasco de turno reclamará una inmediata ‘desconexión’. Cuando deje de ser próspera, habrá ingentes liberales que divaguen sobre la conveniencia de disolverla. Cuando deje de ser grande, no quedará nadie que defienda el imperativo moral que preservarla constituye. Y esta tragedia será responsabilidad de quienes, durante años, predicaron una suerte de amor racional.

El amor por la patria debiera ser como el amor que el padre profesa a su hijo; un amor incondicional, que no atienda motivos o razones. Un vástago, como un progenitor, no es amado por su estatura, su inteligencia, o por su habilidad para tal o cual deporte. Es querido por el mero hecho de que existe. Del mismo modo debería ocurrir con la nación, que es una realidad que nos viene dada; una realidad que deberíamos afanarnos en perfeccionar cada día.


Nuestra patria sólo pervivirá si a los niños – ya sea en las escuelas o en casa – se les enseña a amarla incondicionalmente, cual si de un regalo divino se tratara. No debemos amar España porque sea grande, democrática o próspera, sino por el mero hecho de que es española. Y, cuando amemos a España por ser española, se tornará grande, democrática y próspera. 

lunes, 12 de junio de 2017

El problema es Europa

El 3 de junio, cuando el sol ya había caído y la luna se había adueñado de la ciudad del Támesis, el grito que todos los europeos temen – ‘Alá es grande’ – volvió a resonar en uno de los lugares en que ha venido resonando con mayor asiduidad y estruendo. Tres musulmanes, con la determinación propia de quien cree estar cumpliendo el designio divino, arrollaron, sirviéndose de una furgoneta, a tantos viandantes como pudieron e, inmediatamente después, acuchillaron a todo infiel que se interpuso en su camino. Los yihadistas perpetraron tamaña carnicería sin piedad, pues ésta es una virtud esencialmente cristiana; sin hacer distinciones entre hombres y mujeres, pues éstos, en caso de no creer en Alá, son igualmente indignos.

Relatado esto, erraríamos si concluyésemos que el hodierno problema reside exclusivamente en el islam. Y es que los atentados están siendo perpetrados en una Europa que, con el paso de los años, se ha tornado en un gran geriátrico que observa eso de reproducirse como el estúpido atavismo de un tiempo superado; en una Europa que, contaminada por la ingeniería social que políticos e intelectuales pergeñan desde la comodidad de sus despachos, ha desmantelado la tradicional estructura familiar y, por tanto, la más primitiva forma de comunidad humana. Los yihadistas atacan a una sociedad que reniega de la virtud y en la que el placer es percibido como única fuente de felicidad; a una sociedad que se ha sublevado contra sus propias raíces y que exhibe excesiva tolerancia para con las ajenas.

Europa ya se ha enfrentado al islam: el Siglo XVI y una buena parte del XVII constituyeron un ininterrumpido asedio otomano. No obstante, la situación era, entonces, mucho más esperanzadora para la civilización, pues los motivos por los que morir eran evidentes: religión, patria, familia… La lucha contra el sarraceno merecía la pena a ojos de un europeo que no quería renunciar a adorar a su Dios. Hogaño, desmanteladas esas grandes ideas que enardecían los corazones de nuestros ancestros, el hombre occidental no tiene más ideas que defender que la democracia, el derecho a la pornografía y los derechos elegetebé, base de su endeble construcción cultural. Y, como se podrán imaginar, tales valores no mueven sino a la inacción y a la pasividad; nadie entregaría su vida por un simple sistema político, y mucho menos por el ‘derecho’ a cambiar de sexo.


A Roma no la derribaron los bárbaros, sino la decrepitud moral de los romanos. Cualquier reacción contra el islam que no pretenda eliminar el legado posmoderno – que es precisamente el que ha hecho de la media luna una amenaza para nuestra supervivencia – no será más que la pataleta de un infante ante una situación que le disgusta. 

sábado, 27 de mayo de 2017

Por una economía al servicio del hombre corriente

Por toda Europa están emergiendo partidos políticos que denuncian los efectos perniciosos de los movimientos migratorios masivos y de la globalización para las clases medias y bajas occidentales. Estos partidos, que han hecho de la defensa del Estado- Nación su más representativa bandera, son motejados por las formaciones tradicionales – las sistémicas – de ‘populistas’ y ‘extremistas’. No obstante, merece la pena preguntarse cuáles son los motivos que los han alzado, pues los movimientos políticos no son producto de mentes arbitrarias que repentinamente deciden crear un sistema de ideas, sino que responden realidades sociales concretas. Así, el comunismo nació cuando los obreros, como consecuencia de sus miserables condiciones laborales, deseaban volver a ser vasallos; así, el fascismo surgió cuando las ideas liberales eran constantemente cuestionadas como resultado de la I Guerra Mundial y sus efectos colaterales.

Hace unos años, el obrero occidental se ganaba la vida en una fábrica y tenía un salario digno con el que podía mantener a dos o tres vástagos. Además, la posibilidad de que lo despidiesen se le antojaba remota. Hoy, ese mundo de justicia social y de estabilidad se ha desvanecido. O, mejor dicho, ha sido destruido por una cosmopolita plutocracia que ha percibido en la globalización una pintiparada oportunidad de hacer negocio.

En los últimos treinta años, las deslocalizaciones industriales se han sucedido como disparos en un tiroteo. Las empresas descubrieron en Asia mano de obra barata con la que reducir los costes de producción y, en un contexto en el que no había más monarca que el dinero, no dudaron en dejar a sus trabajadores occidentales con una mano delante y otra detrás. Para percatarse de tamaña tragedia, basta con echar un vistazo a las otrora ciudades industriales de Ohio, Pensilvania y Wisconsin: nada queda ahí de ese mundo humeante que a casi todos daba trabajo. Y es que ese mundo humeante emigró a tierras donde los gobiernos le permiten esclavizar a los trabajadores.

Insatisfechos con sus deslocalizaciones, los plutócratas, que son quienes en verdad nos gobiernan, han promovido movimientos migratorios masivos desde países del tercer mundo – especialmente islámicos – hacia los países occidentales. El propósito es igual de ominoso: abaratar la mano de obra. ‘Como los inmigrantes están dispuestos a trabajar por cualquier salario, contratémoslo. Y al trabajador autóctono, que le den’, piensan.

La consecuencia de todo esto es una clase media occidental proletarizada; unos obreros forzados a competir con asiáticos que trabajan dieciséis horas al día por cuatro duros y con inmigrantes que están dispuestos, naturalmente, a aceptar los sueldos más indignos. En este contexto, parece lógico que los trabajadores medios opten por apoyar a esos partidos que plantean una alternativa a ese sistema que los ha arruinado; a ese sistema que, para beneficiar a unos pocos, los ha despojado de todo cuanto tenían.

Algunos plantean, cegados por un inhumano dogmatismo, que los occidentales debemos adaptarnos a las nuevas condiciones económicas y, por tanto, avenirnos a cobrar menos y a trabajar más. Ése es el único modo, dicen, de salvarnos del feroz oleaje de la globalización y el libre comercio. No obstante, la ilegitimidad de este razonamiento es manifiesta, pues trata de acomodar el alma humana a las condiciones; supedita el alma humana a un modelo económico concreto.

El hombre, como piedra angular de la creación divina, debe ser el centro de todo modelo económico. Es la economía la que debe adaptarse al espíritu humano, y no al revés. Si el libre comercio y la globalización son malos para el hombre, peor para el libre comercio y la globalización. 

martes, 14 de febrero de 2017

El PP de Mariano

Al fin, después de tantos años, se ha celebrado este fin de semana el tan anhelado décimo octavo congreso del Partido Popular. Algunos esperaban ingenuamente que éste marcase un antes y un después en la formación, pero lo cierto es que su celebración ha sido fútil, pues nada ha cambiado tras él: se ha reafirmado el poder omnímodo del prócer supremo y se ha obviado todo debate ideológico. Además, el tedioso congreso ha consolidado la conversión del PP en un cártel cuyo único fin – para el que todo medio es válido, incluso la traición a los propios principios – es el poder.

No ha mutado con este congreso la esencia del PP marianil, que no es sino el lacayuno servilismo al mundo posmoderno. Con Rajoy, el PP ha dejado de ser, en materia social y moral, el PSOE con diez o quince años de retraso (como era antes) para tornarse en vanguardia española de los postulados de la ideología de género en particular y del marxismo cultural en general. A pesar de mantener el cínico apellido de ‘humanista cristiano’ (con propósitos puramente electorales), defiende ufano el aborto, el matrimonio homosexual y la imposición de la ideología de género en las aulas, así como abre la puerta – a la espera de que una comisión de ‘expertos’ se pronuncie – a la eutanasia y a los vientres de alquiler. Todo ello auspiciado por una masa de votantes que cada domingo, paradójicamente, se arrodilla en las iglesias rogando a Dios un mundo mejor.

También ha abjurado el PP de Rajoy, acríticamente ovacionado en un congreso devenido en masaje filipino al líder, de la defensa de España misma. Y es que, para aquél, el secesionismo catalán es un mero problema económico, y la consecuencia lógica de las declaraciones de sus más egregios miembros es la disolución de España, una de las tres o cuatro naciones que ha hecho la historia, en ese tiránico superestado que hogaño constituye la Unión Europea. De hecho, no hace demasiado tiempo el jaleado mandatario popular aseveraba, en un reprobable afán de congraciarse con los detractores de Trump, su rotunda oposición a las fronteras.

La dura realidad es que el Partido Popular, con su giro hacia la izquierda, ha tornado la política española en una gran farsa; una gran farsa en la que la pluralidad, elemento indispensable de toda democracia liberal, ha pasado a mejor vida. Y es que, por obra y gracia del PP, todas las personas que sientan sus posaderas en el Parlamento piensan igual en cada uno de los grandes temas que se están discutiendo en el Occidente hodierno. Así, todos, desde Podemos hasta el PP pasando por los adanistas de Ciudadanos, son proclives a ceder soberanía nacional a entidades supranacionales, prefieren inmigración antes que natalidad y se pliegan ante los principios del progresismo moral. Manteniendo, eso sí, un aspaventero debate en los asuntos accesorios; no vaya a ser que el votante se percate de que su democracia ha devenido en despotismo.

viernes, 20 de enero de 2017

Trump o el triunfo del hastío

A pesar del pronóstico de las encuestas, que ya han hecho del error su estado de naturaleza, Trump se impuso en unas elecciones estadounidenses devenidas en marcha triunfal. Y el empresario lo logró a pesar de la unánime oposición de los medios de comunicación estadounidenses, que se sirvieron de los ardides más inmorales para compeler sutilmente a sus lectores a votar por Hillary Clinton, mujer asediada por unos casos de corrupción que habrían tumbado la candidatura de cualquier otro postulante a la Casa Blanca. Nuestros avezados analistas se han afanado en explicar en las últimas semanas, con exasperante suficiencia, tamaña epopeya: “Los americanos han votado a un candidato poco preparado del que sólo se conoce su racismo y su misoginia”, han dicho, sesudos. Sin embargo, lo cierto es que el motivo de la victoria electoral de un personaje como Trump es mucho más simple; tanto es así que es susceptible de sintetizarse en una sola palabra: hastío.

Los modos desafiantes de Trump congeniaron desde el principio con ese americano medio hastiado de la corrección política. No en vano, si algo ha caracterizado durante la campaña al ya presidente electo de EEUU, es ese compromiso – tan displicente para el mundo hodierno – de llamar a las cosas por su nombre, de denunciar lo que antes la sutil tiranía de la corrección política impedía denunciar. Este desafío al orden de las cosas, esta revolución, libró al pueblo estadounidense del temor al estigma (la hoguera del mundo actual). En definitiva, con Trump lanzando rompedoras arengas desde el atril, todos esos insultos con que el pensamiento único vitupera al discrepante – fascista, xenófobo, machista, extremista – se antojaban inocuos.

¿Y de quién emana el discurso políticamente correcto? Sobre todo, de la prensa. El hartazgo de la sociedad estadounidense hacia ésta es tal que cuanto más furibundo era el ataque de los medios a Trump, más respaldo popular parecía recibir éste. Estas elecciones serán recordadas como aquéllas en que se dio sepultura a la indispensable ligazón entre prensa y sociedad, como aquéllas en que los medios dejaron de ser retrato fidedigno del pueblo. Mientras más de doscientos periódicos respaldaron públicamente a Clinton durante la campaña, sólo seis apoyaron a quien luego resultó elegido presidente. La anomalía es manifiesta. La dura realidad es que Trump no ganó las elecciones a pesar de las críticas de los tan desacreditados medios de comunicación, sino precisamente gracias a éstas.

La última esquina de este triángulo del hastío son las élites políticas, punta de lanza del establishment estadounidense. La campaña de Trump tuvo como eje la crítica a unos políticos que han dejado de servir a la gente para servir a los intereses del globalismo, ese movimiento que pretende dinamitar los estados-nación y constituir lo que Soros (gran benefactor de Clinton) denomina “gobierno mundial”. Y, de nuevo, este mensaje caló en un pueblo harto de que el “establishment” le propine puntapiés en las posaderas a base de leyes de ingeniería social, tratados de libre comercio, olas de inmigración y deslocalizaciones industriales. La oposición a esto último, por ejemplo, permitió al magnate ganar la batalla electoral en Michigan y Pensilvania, estados cuya antaño pujante industria ha quedado desmantelada por ese reprobable afán de las grandes corporaciones de abaratar la mano de obra de cualquier manera.

La victoria de Trump es, en cualquier caso, sólo uno de los primeros síntomas del triunfo de la política del hastío. Y es que, este año, el Frente Nacional tratará de conquistar el poder en una Francia devastada por el multiculturalismo. Si lo consigue, ya dispondremos de indicios suficientes para pensar que el hielo de un invierno demasiado largo e inclemente comienza a derretirse, tal y como ocurrió en Narnia cuando Aslan regresó para destruir el reino de terror de la Bruja Blanca.