lunes, 29 de agosto de 2016

La banalidad del burkini

Cuando pienso en el debate suscitado a propósito del burkini, se me viene a la sesera una reveladora leyenda cuya veracidad o falsedad es poco relevante. Con los turcos en pleno asedio de Constantinopla, los sabios de Bizancio, en lugar de preocuparse por hallar el mejor modo de combatir al invasor, andaban enfrascados en un debate, sugestivo e inútil a partes iguales, sobre el sexo de los ángeles. Algo así pasa, como digo, con el asunto del burkini en las costas francesas. Salvando las distancias, claro. Y es que en el Occidente hodierno los sabios no proliferan y el debate más elevado viene casi siempre a colación del fútbol.

El de la prohibición o no de esa recatada prenda es un debate perfectamente absurdo, librado, además, con argumentos que no merecen un calificativo distinto. Así, los liberal-progres arguyen que proscribir tan atávica vestimenta supondría atentar directamente contra la libertad fundamental de las mujeres musulmanas, mientras que los liberales que - por recato o de cara a la galería - mantienen “conservador” en su identificación ideológica señalan que las mujeres que llevan el burkini no son libres de elegir, pues viven en un ambiente social que las coacciona. Los primeros ignoran que, atendiendo a la disparatada regla de tres que rige su razonamiento, toda ley violaría libertades fundamentales (¿o acaso tengo yo derecho a ir por la calle en paños menores, por ejemplo?). Los segundos, por su parte, desconocen que nadie, ni siquiera el occidental de pura cepa, es absolutamente libre, ya que todas las decisiones del hombre están condicionadas por la costumbre, por las leyes o por la naturaleza misma.


El debate del burkini, tal y como se ha planteado, sólo es posible en una civilización decadente, aletargada; en una civilización que, como consecuencia de su ya irremediable patología, es incapaz de percibir la amenaza que se cierne sobre ella y poco hábil cuando de definir al enemigo se trata. Así, al tiempo que nuestro suelo se llena de mezquitas - en las que se predica la inferioridad de la mujer respecto al hombre - y el yihadismo nos golpea de manera atroz, nosotros no hallamos otro quehacer que el de echarnos los trastos a la cabeza sirviéndonos de un asunto banal. Son tiempos éstos en que el debate habría de estar iluminado por grandes preguntas como “¿es el islam compatible con Occidente?”; “¿es el modelo multicultural el modelo deseable de inmigración?”, “¿estamos dispuestos a recuperar las esencias de la civilización cristiana?” Respondidos estos interrogantes, que no se ponen sobre la mesa por simple obediencia del rebaño europeo a los dogmas de la corrección política, todo lo demás vendría dado; la elección entre burkini o traje de baño se antojaría fácil, porque antes ya habríamos elegido entre islam u Occidente y, por tanto, entre defender Constantinopla o discutir sobre el sexo de los ángeles.