miércoles, 27 de julio de 2016

Una guerra perdida de antemano

Desde el 14 de julio, cuando un hombre que tomó como arma un camión mató a más de ochenta personas, los atentados yihadistas se han sucedido en Europa. Sin tregua. Sin piedad. Con un objetivo claro. El último de los ataques acaeció ayer en Normandía, en una iglesia. Dos sujetos, provistos, al parecer, de sendas catanas, tomaron a los feligreses y al sacerdote como rehenes. A este último lo obligaron a postrarse ante ellos y después, con un diabólico sermón en árabe como entremés, lo degollaron. El macabro espectáculo, que dio un mártir más a la historia de la Iglesia, quedó grabado en vídeo, un vídeo que habría sido difundido de no haber sido por la policía, que felizmente abatió a esos dos miserables que, para dar rienda suelta a sus impulsos nihilistas, encontraron legitimidad y amparo en el Corán.

Ayer mismo, el cardenal Sarah se preguntaba en un tuit cuántos más muertos, cuántos más decapitados, harán falta para que los gobernantes europeos reaccionen. Pues parece que muchos más. La respuesta de los líderes europeos a los ataques yihadistas, que van camino de tornarse en cuestión cotidiana, ha sido acomplejada, cobarde y errática a partes iguales. Al ser preguntados por el enemigo, sólo alcanzan a mascullar que son dementes que nada tienen que ver con el islam. Quizá por eso mueren gritando “allahu akbar”; quizá por eso siguen al pie de la letra lo que el Corán establece en sus más de 250 versículos llamando a la violencia contra el infiel. Al ser preguntados por el objetivo que persiguen los enemigos – esa masa informe de carne de consultorio psiquiátrico -, sólo alcanzan a aseverar, en tono fatuamente solemne, que éste es acabar con la democracia. Como si el carácter de Occidente pudiese reducirse a un régimen político concreto y circunstancial.

Bien, queridos lectores, eludir la realidad para sostener dogmas manifiestamente equivocados es una de las más eficaces formas de suicidio colectivo. ¿Y cuáles son los dogmas? El primero de ellos señala que el islam es una religión de paz, mientras que el segundo afirma, con la desvergüenza que solo el aplauso popular confiere, que el multiculturalismo es positivo.

El islam no es una religión de paz. En su libro sagrado, el Corán, se detalla, por ejemplo, cómo un hombre debe pegar a una mujer sin dejarle marca y se explica, por supuesto, cómo perseguir al infiel. Las formas más repetidas, la crucifixión, el degüello y, en el más amable de los casos, el pago de un tributo. No quiero afirmar con esto que todos los musulmanes llevan a cabo prácticas tan exiguamente saludables desde el punto de vista moral, pues sería un necio si lo hiciese. Lo que digo, y eso sí que constituye una verdad irrefutable, es que todos los musulmanes que quieran matar al infiel encontrarán amparo en su sagrada escritura. Y esto es algo que no ocurre en las otras dos religiones monoteístas.

En cuanto al multiculturalismo, que no es sino la ingenua creencia de que personas con códigos morales, culturales e incluso legales distintos pueden convivir, sin cesiones, bajo el paraguas de una misma organización política, la historia prueba su inviabilidad. No en vano, los atentados en suelo europeo se han producido en aquellos países que han llevado el multiculturalismo a sus últimas consecuencias, hasta el punto de permitir la creación de guetos en que no rige la ley del Estado, sino la Sharia. Francia, Bélgica y ahora Alemania, gracias a su infausta gestión del problema de los refugiados, son casos paradigmáticos.


La corrección política, que bien podría definirse como el tributo que el dogma rinde a la mentira y al relativismo, es la mayor debilidad de Occidente en esta lucha. Consecuencia de aquélla son la sempiterna ocultación de la verdad, la concepción del islam como religión de paz y la consideración de que los verdugos – esto es, los islamistas – son, en verdad, víctimas de un sistema que los oprime. Así, acabar con la corrección política se antoja condición indispensable para ganar las primeras batallas de la guerra(esta última ya la hemos perdido en el vientre de nuestras mujeres). Sin embargo, como esto es cuestión de años y nosotros no gozamos de ese don tan valioso que es el tiempo, bien podemos empezar a vivir con la certeza de que saldremos derrotados en el primer envite.

lunes, 11 de julio de 2016

Ciudadanos y el relativismo

Una de las más virulentas enfermedades que aflige a las sociedades posmodernas es, sin duda, el relativismo. Que la verdad no existe y que lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto, dependen de las circunstancias de cada momento es una idea fácilmente desmontable desde el punto de vista intelectual. Sin embargo, su arraigo en la sociedad hodierna – precisamente caracterizada por la carencia de profundidad intelectual – la torna en un tumor tan difícil de extirpar como las malas hierbas de Podemos, que diría Echenique.

En España, en especial en sus partidos políticos, el relativismo ha encontrado un terreno, yermo y fértil a la vez, en el que crecer. Paradigma de esto es Ciudadanos, un partido nacido para rendir pleitesía a ese antiguo credo ya profesado por los sofistas. Albert Rivera y ese séquito que lo acompaña en cada rueda de prensa, aunque finjan profesar moderadas convicciones sólidamente cimentadas, no creen en nada. Están dispuestos a todo para alcanzar el poder; un poder al que, llegado el momento, sumirían – aún más – en la turbadora falta de ideales. ¿Que hemos de amparar un gobierno del putrefacto PSOE andaluz? Lo amparamos. ¿Que hay que tender la mano a la intelectualmente corrupta Cifuentes en Madrid? Se la tendemos. ¿Que el clima social nos invita a participar, con idéntica naturalidad, en una procesión de Semana Santa y, a la vez, en el obsceno desfile del orgullo gay? Participamos. Miren, en esto último se asemeja al partido político del más fiel lector del Marca.

Ciudadanos es un partido en el que convergen una penosa orfandad de pensamiento y una vergonzante tibieza moral. Es por eso por lo que hacen suyos los dictámenes de la más escrupulosa corrección política. Bajo sus constantes apelaciones al diálogo y al consenso, se esconde la cobarde incapacidad de morir por cualquier ideal; bajo su máscara de “centrismo” político, se parapeta una fea jeta moldeada a imagen y semejanza de Protágoras y Gorgias. Así, el partido de Rivera ha renunciado hasta al que parecía su único principio innegociable, que era la defensa de lo español en Cataluña, para postrarse ante los “separatas” pactando con ellos una reforma constitucional.


En una sociedad moralmente sana, partidos políticos como Ciudadanos estarían condenados a la desaparición. Los pueblos con convicciones firmemente arraigadas no se dejan engañar por politicastros que hacen de la indefinición ideológica su bandera y que, con cinismo, utilizan expresiones grandilocuentes – véase “cambio sensato” o “las reformas que España necesita” – para ocultar su huero pensamiento, su ambiguo sincretismo. Sin embargo, somos españoles, y la contaminación intelectual de nuestros malhadados medios de comunicación nos ha hecho pensar que la tibieza y la cobardía son, en verdad, tolerancia, prudencia y sentido común.