miércoles, 30 de noviembre de 2016

La farsa de la tolerancia

Uno de los vocablos más pronunciados en el delicuescente mundo occidental es el de “tolerancia”. Lo que, según Chesterton, no es más que la virtud del hombre sin principios es elevado, al menos aparentemente, por la corrección política y sus apóstoles a la condición de virtud suprema; virtud de la que emanan todos los valores democráticos, que no son sino el substitutivo pagano de los diez mandamientos. Sin embargo, a nadie se le escapa que nuestra época – quizá como todas – quiere perpetuar su cosmovisión y que, por tanto, centra todos sus esfuerzos en impedir que florezcan las ideas más perniciosas para aquélla. De este modo, el mundo contemporáneo, al que su proclamada superioridad moral no le permite servirse de los métodos tradicionales de censura, ha ideado eficaces y sutiles formas de proscribir las ideas más inactuales: el estigma intelectual, la marginación social, el descrédito…

A poco que uno trate de comprender la posmodernidad y a sus elites intelectuales, se percatará de que una de sus grandes características es, paradójicamente, la intolerancia. La intolerancia con aquéllos que persiguen cambiar lo esencial de nuestro mundo; con aquéllos que no comulgan – y no tienen reparo en decirlo – con los tres pilares que sustentan el pensamiento dominante hodierno: el globalismo (y el consecuente desprecio por los estados-nación), la ideología de género y el materialismo. Así, quien discute estos grandes dogmas – erigidos, sorprendentemente, en época de relativismo – es inmediatamente confinado al ostracismo social por los medios de comunicación; o, en el mejor de los casos, despachado con una sardónica sonrisa de condescendencia.

En cualquier caso, el Tribunal de la Santa Corrección Política, tan maquiavélico como la serpiente, disimula el fuego de su hoguera repartiendo tolerancia, como se reparten caramelos en la fiesta de cumpleaños de un chiquillo, a quienes discrepan de su cosmovisión sólo en lo accesorio. Tolera – y alaba – a los grandes tiranos comunistas (tengamos presente que vivimos oprimidos por el yugo del marxismo cultural); tolera a los ultraliberales – progres de derechas -que quieren acabar con toda prestación social (son útiles para dinamitar los estados-nación y fomentar los movimientos migratorios masivos); y tolera a ese cristiano modosito y modernísimo que desea “adaptar la Iglesia a los nuevos tiempos” (por ejemplo, éste, aunque tratará de combatir el aborto, concluirá que debe respetar los designios de las mujeres: “yo no lo haría, pero…”). Emergen, así, ideas que parecen contrarias al sistema, pero que en verdad son parte de la alfalfa sistémica con que los promotores del pensamiento único ceban al rebaño.

Desengañémonos. Las constantes apelaciones a la tolerancia que emiten nuestros próceres espirituales no son más que una farsa; una farsa representada con objeto de que las masas adocenadas no caigan en la cuenta de que viven en una tiranía. 

martes, 22 de noviembre de 2016

Fernando Paz: "Las bases sobre las que se celebró el proceso de Núremberg estaban contaminadas"


Antes que contertulio en El Gato al Agua, Fernando Paz es un brillante historiador especializado en la II Guerra Mundial. Hombre al que Dios dotó, entre otros muchos talentos, de una memoria prodigiosa, Paz recoge en Núremberg, juicio al nazismo (su nueva obra) el ambiente que envolvió el proceso judicial más controvertido de la historia, así como los grandes temas que en él se manejaron. Y lo hace aunando, por supuesto, el rigor intelectual propio del académico y el estilo ágil y sencillo que caracteriza al divulgador. Mi Torre de Marfil conversa con él sobre las tremendas convulsiones que agitan el mundo hodierno y sobre su nuevo trabajo, que será recordado como un terremoto que hizo tambalear los frágiles pilares sobre los que se asienta la versión oficial de Núremberg.

¿Por qué se decantó por este tema en concreto, al margen del 70 aniversario de los juicios de Núremberg?

Desde siempre, esta parte de la historia universal me ha atraído mucho y de hecho yo creo que es una de las razones por las que me dediqué a la Historia. La época de la IIGM es mi especialidad, por llamarlo de alguna manera. Me salió la oportunidad a partir de conversaciones con la editorial. Yo me acerqué a ella con otro propósito y al final me acabaron pidiendo este libro; libro que he escrito con un enorme agrado por eso, porque es un terreno que me resulta muy familiar.

¿Qué es lo novedoso que aporta su libro con respecto a otros que se han publicado sobre el mimo tema?

En primer lugar, aunque el libro maneja la bibliografía que se ha publicado en español y también la mayor de la que se ha publicado en inglés, está hecho directamente sobre las actas del juicio. 16.000 folios, lógicamente en inglés, que recogen los interrogatorios que se produjeron a lo largo del juicio por parte de los fiscales, abogados, etc.

Por otro lado, creo que ofrezco un enfoque distinto; un enfoque no estrictamente jurídico, sino más temático, respetando menos la cronología de los acontecimientos y yendo más a los temas que allí se manejaron. Creo, además, que ha pasado suficiente tiempo como para que nos planteemos con honestidad intelectual y con rigor las cosas que allí sucedieron. Y algunos de los hechos que acaecieron en Núremberg, desde la perspectiva actual, pueden ser muy llamativos. En ésas me centro en la primera parte del libro.

El juicio de Núremberg, en definitiva, tal y como el fiscal Jackson dijo, era la prolongación del esfuerzo de guerra aliado. Y bien haríamos en no olvidarlo.


¿Núremberg fue la máxima expresión de la justicia o la tumba de la justicia?

Es complicado. Yo creo que es una cosa un poco intermedia. Termina la IIGM y los vencedores se plantean qué hacer con los vencidos. Se plantean, por ejemplo, fusilarlos…

Stalin propuso fusilar a 50.000…

Sí, y Roosevelt estuvo de acuerdo con la propuesta. Por su parte, Churchill no contempló fusilar a tanta gente, ni mucho menos, pero sí fusilar a los responsables sin juicio previo. Luego Churchill cambió de postura y se desdijo… Yo creo, sinceramente, que el juicio de Núremberg tiene una parte de justicia, pero tiene una parte muy grande injusticia y ésa es una de las cosas que también trato en el libro. En cualquier tribunal nadie aceptaría como válido el que un juez no permitiese que se adujesen testimonios por el hecho de que perjudicasen a los intereses de su causa. Consideremos el caso de las fosas de Katyn: unos 20.000 polacos asesinados. En el juicio se demuestra palpablemente que no fueron los alemanes y no se siguió investigando.

Y otro caso fue el de Noruega, que fue invadida por los nazis, pero cuya invasión ya había sido planeada por los aliados.

Los alemanes se adelantaron 48 horas a la invasión aliada de Noruega. Alemania no tenía ninguna intención de llevar la guerra a Noruega. Había tenido la oportunidad en otoño del 39 incluso de hacerse con el gobierno noruego, pero Hitler no quiso. Lo que sí quería era proteger el hierro de Suecia que salía por el puerto de Narvik y llegaba al norte de Alemania, esencial para la industria de guerra alemana. Bien es verdad que, unos meses después, el hierro sueco no fue tan importante porque se apoderaron de las minas de Alsacia y Lorena al vencer a Francia. De hecho, la operación aliada es concebida como un medio para cortar ese flujo del hierro sueco.

Así, los aliados tuvieron un problema muy serio. No podían acusar a los alemanes de invadir Noruega porque éstos disponían de documentación que demostraba que los aliados habían urdido un plan para invadirla también. Pero claro, acusar a Alemania de todas las invasiones salvo de esa sonaba un tanto extraño.

Cuando pienso en los juicios, me viene a la mente el concepto de justicia de Trasímaco. Esa justicia que no es más que un medio para aumentar el poder de los fuertes y mantener sometidos a los débiles. ¿Núremberg fue una pantomima?

En honor a la verdad, el comportamiento de los jueces fue bastante digno, por lo que no diría yo que en la actitud del Tribunal se produjese una pantomima. No obstante, es cierto que con algunos de los casos citados antes no fue así. Por lo tanto, yo no lo calificaría de farsa, pero sí es verdad que las bases sobre las que se celebró el Juicio estaban ya contaminadas. Creo que, acerca de eso, hay muy poca duda; entre otras cosas porque algunas de las imputaciones sobre los alemanes no estaban tipificadas como delito con su correspondiente pena. Por ejemplo, la guerra de agresión no estaba considerada como un delito y, además, de haberse considerado como tal, todos los acusadores habrían debido estar también imputados por él.

Toda la legislación sobre ese tema es posterior, ¿no? Se habían firmado tratados, pero no había ninguna pena tipificada.

Exacto. Con lo cual, no tenía más valor que el de la condena puramente moral. Apelar a una legislación sin penas tipificadas y sin capacidad coercitiva tiene poco sentido. Había delitos que sí se podían arbitrar.

Pero por un tribunal ordinario.

Claro, por un tribunal ordinario, no por uno internacional. El gran problema del Juicio de Núremberg es que lo ejercieron los vencedores sobre los vencidos. No se juzgaron crímenes de guerra, los hubiese cometido quien los hubiese cometido, sino que solamente se juzgaron los crímenes perpetrados por los derrotados. Esto es, los alemanes. Desde cierto punto de vista, es una burla a la justicia.

Por tanto, fue un juicio parcial.

Fue un juicio evidentemente parcial. Sobre eso yo creo que hay pocas dudas. Se podrían haber investigado todos los crímenes de guerra, o bien se podría haber hecho por parte de países neutrales, o bien por tribunales integrados por todos.

"La guerra era lo último que le interesaba a Hitler en 1939"

¿Por qué se descartó la opción de que los alemanes fuesen juzgados por tribunales ordinarios?

Representaba un gran problema. Por ejemplo, un crimen que hubiesen perpetrado los alemanes en Rusia sobre población polaca. El problema de la territorialidad fue muy grande, sin duda ninguna, y se solventó por medio de la creación el tribunal militar internacional.

En el libro sugiere que la acusación de conspiración contra la paz tenía poco fundamento.

Desde el punto de vista jurídico, no existía tal cargo. Y, desde el punto de vista histórico, Hitler nunca quiso una segunda guerra mundial. Su planteamiento era, como mucho, llegar a una guerra con la Unión Soviética que fuese precedida por unos pequeños conflictos en el este de Europa. A pesar de que Hitler escribiese en “Mi lucha” su deseo de conquistar los espacios del este para asentar a la población alemana, es más que probable que Hitler hubiera estado dispuesto a revisar sus posiciones porque en el verano y el otoño de 1940 llegó a plantearse una convivencia con la rusa soviética y repartirse ambos Oriente Medio, Europa y Asia. Por lo tanto, las posiciones de Hitler no fueron nunca irrevocables, era un hombre extraordinariamente adaptable en ese sentido. La guerra era lo último que le interesaba a Alemania en 1939, más que nada porque no estaba preparada.

Entonces, la acusación sobre Von Neurath tampoco tenía demasiado sentido, ¿no?

Ninguno. Hay que entender que Von Neurath era diplomático, ministro de exteriores, de una Alemania que, en aquel momento, estaba revisando la política de Versalles, no preparando una guerra mundial. En ese sentido, el grave problema de la acusación en Núremberg es la forma que le dieron los americanos (Jackson). Era un disparate pensar que, desde el principio, los nazis habían estado conspirando para para llegar a una guerra mundial.

Otra acusación con exiguo fundamento fue la de Julius Streicher. ¿Cómo se explica?

 El problema de Streicher, furibundo antisemita, es que era un hombre que suscitaba una enorme antipatía y, lógicamente, no iba a encontrar a nadie dispuesto a defenderlo. Lo que hacía Streicher, desde el punto de vista moral, resulta repugnante. Una cosa es eso y otra, bien distinta, que acabara en la horca. Streicher dejó de tener responsabilidad en agosto de 1940 y, por lo que sabemos, los planes más concretos de exterminio tomaron forma en enero del 42.  Sí es cierto que contribuyó a la gestación de un clima general de antisemitismo, pero no fue ni el primero ni el último ni el más importante. La publicación que dirigía, “Der Stürmer” (“El Asaltante”), era una publicación desagradable por muchas cuestiones, pero él no era responsable directo del exterminio. Ni muchísimo menos.



 Los de Charlie Hebdo también habrían acabado en la horca, entonces.

Efectivamente. El otro día en una entrevista citaba yo justamente ese ejemplo. Sería como condenar a muerte hoy a los trabajadores de Charlie Hebdo; revista que a una gran parte de la gente le resulta profundamente repugnante.  

Una de las estrellas del juicio fue Göring. Dice usted que su última victoria fue el suicidio…

Sin duda ninguna. En los juicios hubo dos estrellas entre los alemanes, que fueron Speer y Göring. Speer era una persona tremendamente inteligente cuyo don de gentes le valió para ganarse al tribunal, atraerlo a su posición y, como consecuencia, salvar la vida. Y eso que tenía, desde el punto de vista militar, mayor responsabilidad que muchos de los ahorcados.

Y luego tenemos el caso de Göring, un hombre extraordinariamente brillante. Los americanos cometieron un error con él al retirarle la morfina que tomaba desde hacía 23 años a raíz del Putchs de Muchich, cuando sufrió una herida. Al retirarle la morfina, el viejo héroe de la época gloriosa de la lucha por el poder de los nazis reverdeció, convirtiéndose en un peligro público. Incluso logró atraerse la simpatía del Tribunal.

"Henry Morgenthau, secretario de Estado de Estados Unidos durante la IIGM, propuso la aniquilación de los alemanes con toda seriedad"

Además, Göring se aprovechó de su conocimiento del inglés…

Claro. Göring era muy listo. Entendía muy bien el inglés. Así, cuando el fiscal Jackson le formulaba las preguntas en ese idioma, él esperaba a que las tradujeran al alemán. No para entenderlas, sino para disponer de más tiempo para meditar la respuesta. En cambio, Jackson no comprendía el alemán y Göring le dejó en evidencia en bastantes ocasiones. Quizá no era el fiscal ideal, pese a estar muy valorado en Estados Unidos, para el proceso de Núremberg.

Si Núremberg hubiese sido un juicio imparcial, ¿Henry Morgenthau habría sido juzgado allí por sus acciones y propuestas?

Desde luego. Henry Morgenthau, secretario de Estado de EEUU por aquel entonces, propuso con toda seriedad la aniquilación de los alemanes; aniquilación que debía llevarse a cabo, según él, esterilizando a los varones y obligando a las mujeres alemanas, por tanto, a engendrar con gente venida de otros pueblos. Lo más grave del asunto fue que Roosevelt acogiera su iniciativa con entusiasmo. En ese sentido, fue también uno de los cerebros de la política que se practicó después de la IIGM y que le costó la vida a cientos de miles de alemanes. El Plan Morgethau no se aplicó a rajatabla, pero sí en parte. Él no era mejor que algunos líderes nazis.

En la primera parte del libro, afirma que Churchill no sólo era antinazi, sino que también había en él una pulsión antigermana.

Ciertamente. Churchill fue antialemán hasta el absurdo; él mismo -porque era inteligente y cuando lo eres el fanatismo suele durar poco- se dio cuenta, hacia el final de la guerra, de lo que estaba sucediendo y de aquello a lo que su antigermanismo había contribuido: a prolongar la guerra innecesariamente.

En este sentido, cabe apuntar que la IIGM no comenzó por ninguna razón moral: el tema de los judíos no pinta absolutamente nada en esto y otras cuestiones, como la defensa de la democracia, tampoco.  Empezó por una cuestión de pura geoestrategia. Gran Bretaña, desde Isabel I, había venido desarrollando una política realista que consistía en que en el continente europeo hubiera un equilibrio de poder – sin que ningún Estado sobresaliese - mientras ellos se ocupaban del resto del mundo. De esa manera, la hegemonía mundial no era disputaba por nadie. La Segunda Guerra Mundial estalló, en parte, porque Alemania rompió el equilibro de Europa, Hitler dio demasiados pasos y demasiado rápido

De hecho, Polonia, que es la excusa o causa de la guerra, se la repartieron entre Alemania y la Unión Soviética, y Gran Bretaña y Francia sólo declararon la guerra a Alemania. Pero es que, a continuación, la Unión Soviética atacó Finlandia y tampoco le declararon la guerra. Y en el verano de 1940 atacó a Estonia, Letonia y Lituania y tampoco entonces decidieron los aliados declararle la guerra a la URSS. Es evidente que los aliados no emprendieron la guerra por una cuestión moral. Por tanto, hay que aceptar que la IIGM comenzó por una cuestión geoestratégica. 

¿Por qué, desde el punto de vista de la geoestrategia, a Gran Bretaña no le importaba que la URSS invadiese esos territorios y sí que Alemania invadiese Polonia?

Es complicado de explicar. Cuando Göring se entregó el 5 de mayo de 1945, les espetó a sus captores: “Habéis organizado una guerra para evitar que Alemania entrase en el Este, y lo que habéis conseguido es tener a los rusos en el Elba”. Los británicos trataron de evitar que Alemania se convirtiese en una potencia hegemónica en Europa, pero no consiguieron evitar que lo URSS hiciese eso mismo, porque se desataron una serie de fuerzas que fueron incapaces de controlar.

En la primera parte del libro, cuenta que Churchill tuvo oportunidades de alcanzar una paz con Alemania y acabar antes con la guerra, pero no lo hizo…

En el Consejo de Ministros del 27 de mayo de 1940 se planteó muy seriamente alcanzar ese acuerdo. Finalmente no lo hizo porque pensó que se interpretaría como un acto de debilidad.  Lo cierto es que llevó demasiado lejos su “germanofobia”.

¿Qué papel desempeñó Vansitartt en la política exterior germanófoba de Churchill?

Un papel básico. Tengamos en cuenta que en Gran Bretaña hay una serie de funcionarios que permanecen, vayan o vengan los políticos. Ejemplo de esto, en el Ministerio de Exteriores, eran Roberts, Mekins y el propio Vansitartt. Éstos fueron de facto los que dirigieron la política británica. Vansitartt era un furibundo “antigermano”. Iba más allá del odio al nazismo; el suyo era un rechazo a lo específicamente alemán.

De hecho, solían decir que el nazismo era la máxima expresión del espíritu alemán, ¿no?

Eso es. O sea, que pensaban igual que Hitler (Risas).

"Comparar a Trump con Hitler es un disparate que no merece más que una sonrisa condescendiente"

¿La corrección política y el miedo al estigma hacen difícil escribir sobre Núremberg con honestidad intelectual?

Rotundamente sí. Si te importa mucho, mejor no lo hagas. Es un tema tabú, un tema del que no se puede hablar y en el cual tratar de encontrar el punto que uno considera justo suscita las peores sospechas. Además, muchos historiadores tienen miedo a las acusaciones porque hoy el estigma social es más grave que nunca.

Como la hoguera, ¿no?

Así es, es el equivalente contemporáneo a la hoguera. Y de hecho es un tema que nadie quiere tocar.



Hablemos del mundo actual. Hay gente que compara a Hitler con el presidente electo de Estados Unidos, Donald Trump.

Es un disparate que no merece más que una sonrisa condescendiente. Con Trump, se ha mentido de forma abierta; si analizamos mínimamente las imputaciones que le hacen los medios de comunicación, nos daremos cuenta de que son de risa. Y esto ha ocurrido porque plantea algunas cosas que son muy dañinas para el “statu quo”. ¿Por qué? Porque al final todo lo que está pasando en el mundo (soy consciente de que es una simplificación) se puede reducir a un enfrentamiento entre mundialistas y soberanistas. Aquéllos representan el “statu quo” y éstos una rebelión contra él. Trump, al mostrar su propósito de proteger la industria y a las clases trabajadoras estadounidenses, se está posicionando muy claramente contra este proyecto guiado por Wall Street, los Clinton, Soros, etc.

También tildan de fascistas y nazis a los partidos de derecha alternativa que están avanzando en Europa. ¿La situación del Viejo Continente es una vuelta a los años 30 o el grito de los europeos contra la corrección política y la globalización?

Lo segundo, sin duda. Con las acusaciones que el sistema lanza sobre estos partidos, lo que demuestran es el miedo que tiene. Indudablemente se trata de partidos muy variopintos (Fidesz no tiene demasiado que ver con el Frente Nacional francés) que muchas veces sólo tienen en común el soberanismo. Pero esta conexión entre los partidos es la básica, sobre todo a ojos del poder establecido. No es, ni mucho menos, la reedición de nada. El soberanismo y el patriotismo han existido antes y después del fascismo. Eso no quita que en estos partidos pueda haber partidarios del fascismo.

¿Por qué en España no triunfa ningún movimiento de este tipo? ¿Por el complejo del franquismo, porque el PP tiene secuestrada a la derecha social, por la presión que ejercen los medios de comunicación sobre la sociedad…?

 En la pregunta está implícita la respuesta. Por todo eso. Hay factores que se van debilitando con el paso del tiempo, pues las generaciones que van viniendo ya no los sufren. Este es el caso del complejo del franquismo. Cabe mencionar otros factores como la cultura política, que en España es muy baja. Hay dos circunstancias, además, que en otros países han provocado el auge de estos partidos y que en España no se han dado: por un lado, la inmigración islámica masiva y, por otro lado, la eurofobia. Los españoles seguimos contemplando Europa como ese mito del progreso. Sin embargo, esto va paulatinamente cambiando.

Nuestra época ha revivido algunas de las peores cosas de la Alemania nazi, como la eutanasia y la eugenesia (con el aborto). ¿Estamos legitimados para condenar el nazismo?
Sin duda ninguna estamos reproduciendo algunos de los peores crímenes del nazismo. De fondo, la posmodernidad comparte con el nazismo el desprecio a la vida humana; considera, como éste, que hay vidas indignas de ser vividas.


La experiencia de los campos de concentración vacunó al mundo durante un tiempo contra prácticas como la eutanasia y la eugenesia; prácticas que, por cierto, eran anteriores al nazismo y se practicaban en países como Estados Unidos y Suecia. Pasadas tres generaciones, hemos perdido la memoria de ese horror y estas prácticas que se paralizaron tras la Segunda Guerra Mundial se han recuperado como parte de la ideología europea. 

domingo, 6 de noviembre de 2016

La travesía sueca de Su Santidad

Llueve sobre mojado. Esta semana el Papa Francisco ha estado en Lund (Suecia) celebrando el 500 aniversario de la Reforma luterana. Días antes recibió al tirano comunista Maduro en el Vaticano. Semanas antes respaldó la claudicación del vanidoso Santos ante la narcoguerrilla de las FARC, responsable de más de 200.000 muertes y de ingentes violaciones y secuestros. Meses antes aseveró que el islam – en cuyo libro sagrado se apela más de 250 veces a la violencia contra el infiel – es una religión de paz. Un año antes pidió “perdón” a los hispanoamericanos por los “crímenes” perpetrados por España en la conquista. Años antes, en uno de estos coloquios de avión ya famosos por su condición tragicómica, estableció un repugnante símil entre las madres que tienen muchos hijos (siguiendo las enseñanzas de la Iglesia, por cierto) y los conejos.

La travesía sueca, sin embargo, constituye el más grave error de todos los cometidos por Su Santidad. Y es que ya no es achacable a su contumaz tendencia de decir lo primero que se le pasa por la cabeza; ni siquiera a su desmedida ignorancia, impropia de un pontífice. El Papa ha participado en la celebración de los 500 años de la Reforma con plena conciencia de sus actos. Allí, plenamente consciente de lo que hacía, se ha afanado en ensalzar la vida espiritual de Lutero, un tipo que, en aras de justificar su lujuria, negó la libertad del hombre, al que creía incapaz de hacer el bien como consecuencia de su naturaleza devastada por el pecado original. (Aquí encontramos, por cierto, la génesis de ese nihilismo que aflige a la sociedad occidental hodierna).

Otro de los disparates con los que el Papa ha alborozado a los enemigos de la Iglesia y ha abochornado al rebaño fiel esta semana es eso de que Lutero “contribuyó a que la Iglesia diese mayor centralidad a las Escrituras”. Ése es el bello sintagma con el que Su Santidad disfraza la ominosa realidad que consagró Lutero: la libre interpretación de los textos bíblicos, que es madre del relativismo y el subjetivismo moderno, por los cuales el hombre ya no está llamado a descubrir la realidad exterior, sino a crear en su mente una realidad inexistente. La dura verdad – y mal haríamos los católicos en ignorarlo - es que el Papa Francisco ha estado rindiendo pleitesía a una persona que se ciscó en los sacramentos y en el culto a la Virgen María y a los santos; a una persona que supeditó el ámbito religioso al poder político de los príncipes alemanes y que, en su pulsión antisemita, llamó a quemar las escuelas rabínicas.


En Suecia, Su Santidad también nos conminó, a católicos y protestantes, a superar las controversias que nos dividen para alcanzar la tan anhelada unidad. Barrunto que a eso ha quedado reducido el ecumenismo. A que los que dicen que el hombre es libre y los que afirman que el hombre es esclavo se pongan de acuerdo concluyendo que el hombre es medio libre. Mi Torre de Marfil, que nació para combatir el relativismo, no participará de este siniestro espectáculo en que la verdad se torna objeto de mercadeo. Nosotros oramos porque los protestantes abracen la verdad, encarnada en la Iglesia católica. En ningún caso por la unidad a cualquier precio. 

domingo, 30 de octubre de 2016

Lo que viene

Este sábado Rajoy ha sido investido presidente gracias a un PSOE al que la soga de una trampa saducea ya había dejado prácticamente sin respiración. De una trampa saducea que encuentra su génesis en el capricho de los votantes, quienes se empeñaron en que el partido más siniestro de la historia de España custodiara la llave de eso que los cursis y los tertulianos llaman “gobernabilidad”. El PSOE, como le ocurre a todo aquél que se enfrenta a una trampa saducea, (salvo que sea Cristo), ha salido malparado de ese dilema que le compelía a elegir cómo suicidarse. Y es que, con su abstención del sábado, se mete en las fauces de Podemos y, de paso, construye los primeros metros de esa autovía hacia el averno que los discípulos de Pol Pot – que en nuestra patria se engalanan con coletas y ropas de Alcampo – nos tienen reservada a los españoles.

Cuando la nueva legislatura de Rajoy eche a andar, a Podemos le será sencillísimo erigirse en alternativa a un sistema que, para sobrevivir, hizo que sus principales partidos, representantes de un negociado en que todos coinciden en lo esencial, pactaran. Le será sencillísimo acusar al Partido Socialista de venderse a la plutocracia internacional, de servir antes a un sistema deshumanizado y deshumanizante que a un pueblo hastiado de que las élites gobiernen a sus espaldas. Le será sencillísimo, en definitiva, adueñarse de ese votante del PSOE que, engañado por una farsa que presenta distintos a los que piensan igual, imagina al votante de Rajoy como íncubo y al afiliado del PP como súcubo.

Ante los ardides del sistema para perpetuarse, las calles de España devendrán en tribunal revolucionario en que el pueblo juzgará las malhadadas decisiones del presidente Rajoy y, al tiempo, zaherirá a quienes lo enseñorearon con su voto. Todo un averno para el PSOE, que, en lugar de orquestar este juicio popular, habrá de ejercer de María Antonieta. “Muerte al cómplice necesario” será la arenga más repetida. Los días transcurrirán y las esporádicas llamas de las calles se tornarán en majestuoso incendio que, impulsado por el pestilente aliento de Podemos, pronto amenazará con arrasar Ferraz.

Pasado un tiempo, el PSOE, acuciado por las llamaradas, forzará la celebración de elecciones; y el pueblo, tan sabio, llevará al garrote al partido político más dañino de la historia de España, erigirá a Podemos en líder de la oposición y concederá a Mariano – que ya habrá acabado de destruir el PP – una legislatura más en el poder. El escenario político será, así, aún más desolador que el hodierno: un gobierno regido por una banda de tecnócratas sin principios frente a una oposición acaudillada por quienes no anhelan más que sustituir la casta por la “nomenklatura”.

domingo, 16 de octubre de 2016

El endiosamiento de la voluntad

Insistimos siempre en esta página en que uno de los rasgos que mejor caracteriza a la época hodierna es la constante exaltación de la voluntad humana; una voluntad que ya no conoce límite alguno y que se ha erigido en concepto todopoderoso. En el mundo posmoderno, la conciencia de que la voluntad humana debe adaptarse, adecuarse, a una realidad exterior que la supera es contemplada como el atávico pensamiento de un tiempo al que felizmente se ha dado sepultura. Hoy, la voluntad, que en verdad constituye la mera satisfacción de instintos por parte de unas masas cretinizadas ya ahítas de moral y de razón, es la que, a ojos del hombre, determina la realidad exterior. Todos los pilares sobre los que se sostiene la frágil antropología posmoderna tienen por basamento esta premisa tan estúpida y a la vez tan atractiva. Los cambios de sexo, las adopciones de niños por parejas homosexuales, los vientres de alquiler… son caras de la misma moneda voluntarista. Reduzcámoslo a un “¿quién es la naturaleza para decirle al hombre lo que debe hacer?”

En el plano político, esta funesta creencia desemboca ineluctablemente en la democracia pura, que no es sino una expresión chusca de la “voluntad general” rousseauniana. Según la democracia pura, no existe verdad, concepto o derecho, que no sea susceptible de ser eliminado o alterado por la voluntad - expresada en forma de mayorías - de la gente. De este modo, en tiempos recientes, las mayorías han acabado con derechos que, por naturales, deberían ser sagrados y, por tanto, inalienables: han privado al nasciturus del derecho a la vida (pronto se hará con los ancianos y los discapacitados) y han abolido, con los vientres de alquiler y las adopciones de niños por parejas homosexuales, el derecho natural de los seres humanos a tener un padre y una madre. Otrosí, en nombre de estas mayorías, cuya voluntad es hoy expresión de verdad, los gobiernos occidentales, genuflexos ante los intereses del Nuevo Orden Mundial, han venido aprobando leyes que atentan de forma patente contra la naturaleza. No hay más que echarle un vistazo a la Ley LGTBI de Cristina Cifuentes.


La época posmoderna es la época de la entronización de la voluntad humana. Y no lo es por casualidad, sino como consecuencia de un proceso largo y coherente que inició con el entierro de la idea de “Dios”. Muerta la deidad, alguien debía suplirla en su rol, pues el ser humano, pese a todo, es incapaz de concebir un mundo sin creador. Naturalmente, el hombre no encontró mejor sustituto que él mismo. En el mundo occidental contemporáneo, Dios es de carne y hueso y acaba sin piedad – o, mejor dicho, eso hace ver – con toda tradición, verdad o código moral que lo estorbe. Desgraciadamente, no puede haber 7000 millones de dioses. Serán los débiles los que paguen la muerte de Dios. Que se lo pregunten a los fetos que son destripados a diario en nombre de la voluntad de las mujeres.

miércoles, 28 de septiembre de 2016

Legalizando el vicio

Hace ya unos años, el presidente del Partido Popular europeo aseguró, con imprudente y escasamente calculadora sinceridad, que uno de los grandes logros de la ya agónica Unión Europea es el libre acceso a películas porno. No se trata de una afirmación simplemente estúpida, como podría pensar el lector, pues tras ella subyacía uno de los más perniciosos males que afligen al Occidente posmoderno: la legalización del vicio, de la inmoralidad. Y es que hogaño, cuando el relativismo es exaltado con injustificable regocijo, la ley ha perdido todo sentido moral, toda aspiración a ser el basamento sobre el que el pueblo cimente su camino hacia la virtud.

Precisamente por esta renuncia a que la ley presente un componente moral, las masas adocenadas del basurero europeo asisten, desconcertadas o embelesadas, a la legalización de prácticas abominables como la prostitución o la pornografía y de actos tan palmariamente deleznables como el aborto. Los lectores liberales de esta página – me consta que se cuentan por miles – señalarán que la legalización de menesteres como los aquí recogidos es una cuestión de libertad. ¿Quién es el Estado para prohibir que yo me degrade como me dé la gana?, se preguntarán. Ellos no han comprendido aún que la libertad, para ser digna de tal nombre, debe estar orientada al bien y que, de no estarlo, no puede ser sino tildada de mero voluntarismo o, en el mejor de los casos, de libre albedrío.

No se trata, no obstante, de construir un Gran Hermano orwelliano, una Ginebra de Calvino, que persiga toda práctica inmoral y destruya la vida privada del hombre. Se trata, más bien, de que la ley se erija en azote de los vicios más graves y más dañinos para el bien común. Así lo expresó Santo Tomás de Aquino en su Suma Teológica: “La ley humana no prohíbe todos los vicios de los cuales se abstienen los virtuosos, sino sólo los más graves, aquéllos que la mayor parte de la multitud puede evitar, y sobre todo los que van en perjuicio de los demás, sin cuya prohibición la sociedad humana no podría sostenerse”.

Ingenuamente, se considera que legalizar la inmoralidad no implica que ésta vaya a ser abrazada por más gente. Pero lo cierto es que legalizar implica normalizar. La ley, desgraciadamente, se ha tornado en un medio de ingeniería social, en herramienta que los poderes en la sombra utilizan para generalizar, entre la sociedad, un mal antes rechazado por ésta. Así, cuando se legalizó el aborto, no había grandes manifestaciones en las calles exigiendo el derecho a destripar fetos; así, cuando se legalizaron los “matrimonios homosexuales”, quienes reivindicaban ese oxímoron podían contarse con los dedos de una mano. Ahora éstas son prácticas comunes y aceptadas. Lo cierto es que los gobiernos nacionales - hoy fieles cipayos de los dictámenes del Nuevo Orden Mundial - se han venido sirviendo de la ley para provocar cambios sociales tan profundos que se antojan prácticamente irreversibles a corto y medio plazo. ¿O acaso alguien cree que podemos aspirar a acabar con las operaciones de “cambio de sexo” en los años más inmediatos?


Hoy, la mayor aspiración del mal es entronizarse mediante la ley. Y es que, en una época en que lo moral se equipara a lo legal, figurar en el Boletín Oficial del Estado es la manera más fácil que el vicio encuentra para hacerse pasar por virtud y, y ya de paso, obtener un consuelo del que su propia naturaleza le priva.

lunes, 12 de septiembre de 2016

La paz colombiana o la muerte de la justicia

Corría el año 1957 cuando izquierdistas y derechistas acordaron, en Colombia, establecer un sistema de alternancia en el poder para acabar con la dictadura de Rojas Pinilla. Este régimen político, que sentaba sus bases en la democracia, brindó una estabilidad a Colombia por la que sus gentes clamaban desde años atrás. No obstante, dejó al margen del tablero político a sectores sociales que, fatalmente inspirados por la reciente Revolución cubana, anhelaban llevar a la tierra natal de García Márquez los ominosos vientos del comunismo. Esto, al menos en parte, provocó el surgimiento de la guerrilla de las FARC, cuyas prácticas narcoterroristas han sido padecidas por una ingente cantidad de personas hasta hoy.

Precisamente hogaño el mundo celebra unos acuerdos de paz, firmados por el Gobierno colombiano y la narcoguerrilla, que pondrán fin presuntamente a un conflicto que hunde sus raíces en la turbulenta década de los sesenta. Sin embargo, el alborozo exhibido por la comunidad internacional a este respecto no puede ser más infundado. Y es que el pacto de paz alcanzado en La Habana – la ubicación no es casual – se cisca en los conceptos de justicia y moral, y fracasa cuando de diferenciar entre víctimas y victimarios se trata. Así, prevé condenas irrisorias para los miembros de las FARC que reconozcan sus delitos, garantiza la elegibilidad política a los integrantes de la narcoguerrilla y no asegura, ni mucho menos, que ésta vaya a dejar de obrar como un cártel violento. Tal es el agravio al que los acuerdos someten al pueblo colombiano que su Gobierno se las ha ingeniado para que aquéllos sólo requieran, a fin de ser refrendados, un 13 por ciento de votos afirmativos en el plebiscito que se celebrará dentro de algo más de dos semanas.

El presidente colombiano, Juan Manuel Santos, ha echado por la borda, con su claudicante acuerdo, el legado de ex mandatarios como Andrés Pastrana y Álvaro Uribe, que sudaron sangre para combatir a las FARC. Y con resultados. No en vano, el Plan Colombia – una de las pocas ideas felices de la Administración Clinton – y la firmeza de Uribe permitieron reducir los cultivos de coca de 180.000 hectáreas a 40.000 (hoy, bajo el Gobierno de Santos, éstos se extienden hasta las 200.000 hectáreas).


Influido por una norma despreciable que goza de salud vigorosa en nuestros días, el ejecutivo colombiano ha elegido la alternativa de la paz a cualquier precio, como en su momento hizo Zapatero con ETA. Sin embargo, por mucho que se afane la corrección política, la paz no es y no será nunca un fin en sí mismo, pues está – o al menos debiera estar – supeditada a conceptos como la justicia y el bien. Es más, quien, como Santos, renuncia a la justicia en aras de alcanzar la paz habrá de vivir con la certidumbre de que no encontrará jamás ni la una ni la otra.

lunes, 29 de agosto de 2016

La banalidad del burkini

Cuando pienso en el debate suscitado a propósito del burkini, se me viene a la sesera una reveladora leyenda cuya veracidad o falsedad es poco relevante. Con los turcos en pleno asedio de Constantinopla, los sabios de Bizancio, en lugar de preocuparse por hallar el mejor modo de combatir al invasor, andaban enfrascados en un debate, sugestivo e inútil a partes iguales, sobre el sexo de los ángeles. Algo así pasa, como digo, con el asunto del burkini en las costas francesas. Salvando las distancias, claro. Y es que en el Occidente hodierno los sabios no proliferan y el debate más elevado viene casi siempre a colación del fútbol.

El de la prohibición o no de esa recatada prenda es un debate perfectamente absurdo, librado, además, con argumentos que no merecen un calificativo distinto. Así, los liberal-progres arguyen que proscribir tan atávica vestimenta supondría atentar directamente contra la libertad fundamental de las mujeres musulmanas, mientras que los liberales que - por recato o de cara a la galería - mantienen “conservador” en su identificación ideológica señalan que las mujeres que llevan el burkini no son libres de elegir, pues viven en un ambiente social que las coacciona. Los primeros ignoran que, atendiendo a la disparatada regla de tres que rige su razonamiento, toda ley violaría libertades fundamentales (¿o acaso tengo yo derecho a ir por la calle en paños menores, por ejemplo?). Los segundos, por su parte, desconocen que nadie, ni siquiera el occidental de pura cepa, es absolutamente libre, ya que todas las decisiones del hombre están condicionadas por la costumbre, por las leyes o por la naturaleza misma.


El debate del burkini, tal y como se ha planteado, sólo es posible en una civilización decadente, aletargada; en una civilización que, como consecuencia de su ya irremediable patología, es incapaz de percibir la amenaza que se cierne sobre ella y poco hábil cuando de definir al enemigo se trata. Así, al tiempo que nuestro suelo se llena de mezquitas - en las que se predica la inferioridad de la mujer respecto al hombre - y el yihadismo nos golpea de manera atroz, nosotros no hallamos otro quehacer que el de echarnos los trastos a la cabeza sirviéndonos de un asunto banal. Son tiempos éstos en que el debate habría de estar iluminado por grandes preguntas como “¿es el islam compatible con Occidente?”; “¿es el modelo multicultural el modelo deseable de inmigración?”, “¿estamos dispuestos a recuperar las esencias de la civilización cristiana?” Respondidos estos interrogantes, que no se ponen sobre la mesa por simple obediencia del rebaño europeo a los dogmas de la corrección política, todo lo demás vendría dado; la elección entre burkini o traje de baño se antojaría fácil, porque antes ya habríamos elegido entre islam u Occidente y, por tanto, entre defender Constantinopla o discutir sobre el sexo de los ángeles.

miércoles, 27 de julio de 2016

Una guerra perdida de antemano

Desde el 14 de julio, cuando un hombre que tomó como arma un camión mató a más de ochenta personas, los atentados yihadistas se han sucedido en Europa. Sin tregua. Sin piedad. Con un objetivo claro. El último de los ataques acaeció ayer en Normandía, en una iglesia. Dos sujetos, provistos, al parecer, de sendas catanas, tomaron a los feligreses y al sacerdote como rehenes. A este último lo obligaron a postrarse ante ellos y después, con un diabólico sermón en árabe como entremés, lo degollaron. El macabro espectáculo, que dio un mártir más a la historia de la Iglesia, quedó grabado en vídeo, un vídeo que habría sido difundido de no haber sido por la policía, que felizmente abatió a esos dos miserables que, para dar rienda suelta a sus impulsos nihilistas, encontraron legitimidad y amparo en el Corán.

Ayer mismo, el cardenal Sarah se preguntaba en un tuit cuántos más muertos, cuántos más decapitados, harán falta para que los gobernantes europeos reaccionen. Pues parece que muchos más. La respuesta de los líderes europeos a los ataques yihadistas, que van camino de tornarse en cuestión cotidiana, ha sido acomplejada, cobarde y errática a partes iguales. Al ser preguntados por el enemigo, sólo alcanzan a mascullar que son dementes que nada tienen que ver con el islam. Quizá por eso mueren gritando “allahu akbar”; quizá por eso siguen al pie de la letra lo que el Corán establece en sus más de 250 versículos llamando a la violencia contra el infiel. Al ser preguntados por el objetivo que persiguen los enemigos – esa masa informe de carne de consultorio psiquiátrico -, sólo alcanzan a aseverar, en tono fatuamente solemne, que éste es acabar con la democracia. Como si el carácter de Occidente pudiese reducirse a un régimen político concreto y circunstancial.

Bien, queridos lectores, eludir la realidad para sostener dogmas manifiestamente equivocados es una de las más eficaces formas de suicidio colectivo. ¿Y cuáles son los dogmas? El primero de ellos señala que el islam es una religión de paz, mientras que el segundo afirma, con la desvergüenza que solo el aplauso popular confiere, que el multiculturalismo es positivo.

El islam no es una religión de paz. En su libro sagrado, el Corán, se detalla, por ejemplo, cómo un hombre debe pegar a una mujer sin dejarle marca y se explica, por supuesto, cómo perseguir al infiel. Las formas más repetidas, la crucifixión, el degüello y, en el más amable de los casos, el pago de un tributo. No quiero afirmar con esto que todos los musulmanes llevan a cabo prácticas tan exiguamente saludables desde el punto de vista moral, pues sería un necio si lo hiciese. Lo que digo, y eso sí que constituye una verdad irrefutable, es que todos los musulmanes que quieran matar al infiel encontrarán amparo en su sagrada escritura. Y esto es algo que no ocurre en las otras dos religiones monoteístas.

En cuanto al multiculturalismo, que no es sino la ingenua creencia de que personas con códigos morales, culturales e incluso legales distintos pueden convivir, sin cesiones, bajo el paraguas de una misma organización política, la historia prueba su inviabilidad. No en vano, los atentados en suelo europeo se han producido en aquellos países que han llevado el multiculturalismo a sus últimas consecuencias, hasta el punto de permitir la creación de guetos en que no rige la ley del Estado, sino la Sharia. Francia, Bélgica y ahora Alemania, gracias a su infausta gestión del problema de los refugiados, son casos paradigmáticos.


La corrección política, que bien podría definirse como el tributo que el dogma rinde a la mentira y al relativismo, es la mayor debilidad de Occidente en esta lucha. Consecuencia de aquélla son la sempiterna ocultación de la verdad, la concepción del islam como religión de paz y la consideración de que los verdugos – esto es, los islamistas – son, en verdad, víctimas de un sistema que los oprime. Así, acabar con la corrección política se antoja condición indispensable para ganar las primeras batallas de la guerra(esta última ya la hemos perdido en el vientre de nuestras mujeres). Sin embargo, como esto es cuestión de años y nosotros no gozamos de ese don tan valioso que es el tiempo, bien podemos empezar a vivir con la certeza de que saldremos derrotados en el primer envite.

lunes, 11 de julio de 2016

Ciudadanos y el relativismo

Una de las más virulentas enfermedades que aflige a las sociedades posmodernas es, sin duda, el relativismo. Que la verdad no existe y que lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto, dependen de las circunstancias de cada momento es una idea fácilmente desmontable desde el punto de vista intelectual. Sin embargo, su arraigo en la sociedad hodierna – precisamente caracterizada por la carencia de profundidad intelectual – la torna en un tumor tan difícil de extirpar como las malas hierbas de Podemos, que diría Echenique.

En España, en especial en sus partidos políticos, el relativismo ha encontrado un terreno, yermo y fértil a la vez, en el que crecer. Paradigma de esto es Ciudadanos, un partido nacido para rendir pleitesía a ese antiguo credo ya profesado por los sofistas. Albert Rivera y ese séquito que lo acompaña en cada rueda de prensa, aunque finjan profesar moderadas convicciones sólidamente cimentadas, no creen en nada. Están dispuestos a todo para alcanzar el poder; un poder al que, llegado el momento, sumirían – aún más – en la turbadora falta de ideales. ¿Que hemos de amparar un gobierno del putrefacto PSOE andaluz? Lo amparamos. ¿Que hay que tender la mano a la intelectualmente corrupta Cifuentes en Madrid? Se la tendemos. ¿Que el clima social nos invita a participar, con idéntica naturalidad, en una procesión de Semana Santa y, a la vez, en el obsceno desfile del orgullo gay? Participamos. Miren, en esto último se asemeja al partido político del más fiel lector del Marca.

Ciudadanos es un partido en el que convergen una penosa orfandad de pensamiento y una vergonzante tibieza moral. Es por eso por lo que hacen suyos los dictámenes de la más escrupulosa corrección política. Bajo sus constantes apelaciones al diálogo y al consenso, se esconde la cobarde incapacidad de morir por cualquier ideal; bajo su máscara de “centrismo” político, se parapeta una fea jeta moldeada a imagen y semejanza de Protágoras y Gorgias. Así, el partido de Rivera ha renunciado hasta al que parecía su único principio innegociable, que era la defensa de lo español en Cataluña, para postrarse ante los “separatas” pactando con ellos una reforma constitucional.


En una sociedad moralmente sana, partidos políticos como Ciudadanos estarían condenados a la desaparición. Los pueblos con convicciones firmemente arraigadas no se dejan engañar por politicastros que hacen de la indefinición ideológica su bandera y que, con cinismo, utilizan expresiones grandilocuentes – véase “cambio sensato” o “las reformas que España necesita” – para ocultar su huero pensamiento, su ambiguo sincretismo. Sin embargo, somos españoles, y la contaminación intelectual de nuestros malhadados medios de comunicación nos ha hecho pensar que la tibieza y la cobardía son, en verdad, tolerancia, prudencia y sentido común.  

domingo, 26 de junio de 2016

"Brexit" o el triunfo de la soberanía nacional

El pasado jueves, nos llevamos una grata sorpresa quienes aún creemos en el estado-nación como construcción política básica para el desarrollo de sociedades libres y cohesionadas. Reino Unido, en el que puede considerarse su acto más digno desde que comenzase su decadencia tras la II Guerra Mundial, dijo “no” a la Unión Europea; dijo “no” a esa banda de burócratas que, sin haber sido elegida por nadie, pretende despojar a los diversos pueblos europeos de su identidad cultural, política y religiosa.

Como comprenderán, la reacción al "Brexit" del Nuevo Orden Mundial, que sólo asume la democracia cuando ésta beneficia sus intereses, ha sido fulgurante. Inmediatamente, ha tratado de hacernos ver que la victoria del “no” a la UE era en verdad el triunfo del populismo más rancio. Ya hemos advertido en esta tribuna que, en el Occidente hodierno, todo lo que se sale del sistema es tildado de populista. ¡Viva la libertad de pensamiento!

 Los acólitos del mundialismo no se han quedado ahí, no obstante. Con la aviesa intención de deslegitimar el resultado del referéndum, han puesto especial énfasis en el hecho de que hayan sido los más ancianos quienes han votado en favor del “Brexit”, sugiriendo sutilmente que a éstos debería habérseles privado del derecho a votar. Como les ciega el adanismo, son incapaces de percibir que esta denuncia propia de plañidera de cuarta división no hace sino ensalzar la causa del “Brexit”. Al fin y al cabo, como ya nos enseñó Homero en la Iliada, las civilizaciones más fuertes son aquellas que encargan a sus mayores – esto es, a los sabios, a los experimentados – la toma de las decisiones de más enjundia.

A los soberanistas - a quienes defendemos la cooperación económica, pero no la unión política - sólo nos queda rezar por que el ejemplo británico cunda en el resto de países europeos. Ojalá Polonia, Hungría, Austria, etc. den el paso y desafíen a esa sombría burocracia que hoy detenta, de facto, el poder en buena parte de los Estados de Europa. Si siento este deseo, créanme, no es por un súbito ataque de demencia, sino porque la Unión Europea se ha revelado como una superestructura que, alejada del pueblo, atenta directamente contra los valores que forjaron el verdadero espíritu europeo.


Al solaz que el “Brexit” ha provocado en mí se le une la desazón de saber que, en España, cualquier gobierno que salga de las elecciones de hoy seguirá el lacayuno patrón del papanatismo europeísta. Los tres partidos “constitucionalistas”, quizá por su manifiesta hispanofobia, abogan por ceder más soberanía a una institución que no ha hecho sino desmantelar nuestro sector industrial y arruinar a nuestros agricultores; a una institución que, con sus malhadados dictámenes, ha proletarizado a nuestra clase media.

domingo, 19 de junio de 2016

Anticonceptivos y aborto

Una de las más falaces afirmaciones repetidas por el Nuevo Orden Mundial es la que señala que, a medida que se incrementa el uso de anticonceptivos, desciende el número de abortos. Así, son ingentes los partidos políticos, generalmente en el espectro del centro-derecha, que llevan en su programa electoral la farisaica propuesta de repartir preservativos, como se reparten caramelos, en aras de disminuir la cantidad de abortos. Simulan, pues, desconocer estudios como el publicado por la revista “Contraception” en el año 2011, que prueba que, cuantos más son los condones distribuidos, más son los bebés abortados.

La realidad que se parapeta tras los anticonceptivos es la banalización del sexo, al que sutilmente se despoja de sus dos fundamentos más esenciales: el amor y la procreación. Por un lado, los preservativos – y la filosofía hedonista que subyace tras ellos – contribuyen a que el hombre vea en el sexo, y por tanto en la persona con que se comparte el momento, un mero instrumento de placer; un simple medio para satisfacer instintos. Lo aleja, de este modo, de su más honda atribución, que no es sino reflejar el amor entre dos personas; un amor que se manifiesta en forma de entrega plena al otro. Por otro lado, el condón atenta, de forma si cabe más evidente, contra el que por designio de la misma naturaleza debiera ser pilar irrenunciable del acto sexual: la vida. Un sexo que, por medios artificiales, cierra las puertas a la procreación es un sexo enfermo, cojo, que bien podría asemejarse a una tarta de limón sin base de galleta.

Esta banalización del coito, que se consuma, como hemos dicho, desprendiéndolo de sus atributos más elementales, supone un aumento de las relaciones sexuales, evidentemente. El sexo deja de ser algo único - deja de ser retrato de un sugestivo proyecto de vida común - para tornarse en un hecho tan nimio como la siesta dominical.

El incremento de las relaciones sexuales implica, a su vez, un aumento de los embarazos. No es necesario ser San Agustín para percatarse de esto, y más si se atiende a los continuos “fallos” de los anticonceptivos. Las mujeres encintas y sus parejas, inmersos en un clima social que promueve la irresponsabilidad y que desprecia la vida humana, perciben en el aborto una salida razonable, con el inestimable consejo, por cierto, de médicos que violan sin reparos el juramento hipocrático y de políticos que, desde la comodidad de sus despachos, hacen ingeniería social.

El resultado de este abominable proceso es el sacrificio de millones de seres humanos cada año. No es casual que Planned Parenthood, cuyas arcas se nutren fundamentalmente del ponzoñoso negocio del aborto, inste a las masas a usar preservativos. Los que manejan esta multinacional del mal saben mejor que nadie que, mientras el sexo sea presentado como algo fútil e irrelevante, ellos mantendrán, con salud vigorosa, su chollo.


No tardará en proclamarse una religión que, a la vez que exalte la lujuria, prohíba la fecundidad” (Gilbert Keith Chesterton)

miércoles, 8 de junio de 2016

El creador y la criatura

Hace unos días, me preguntaron a qué responde el auge de Podemos, cómo comenzó su travesía hacia el poder. Yo, tras meditar unos segundos, contesté que se debía a la traición perpetrada por el PP contra sus electores, naturalmente. Ante lo aparentemente descabellado de la respuesta, mi interlocutor me miró con incredulidad, como poniendo en cuestión mi antaño incuestionable capacidad para analizar la realidad política española. Bien, lo cierto es que no he perdido mis facultades – torpes, qué duda cabe – para explicar la situación política española: si a alguien hemos de achacar el ascenso de Podemos, es a Mariano Rajoy Brey.

Todo comenzó cuando el PP decidió traicionar los puntos más sustanciales de su programa electoral. En ese momento, los electores, descontentos con un partido al que habían brindado un entusiasta apoyo en 2011, empezaron a mirar con buenos ojos el refugio de la abstención o el cobijo de algunas formaciones políticas emergentes. Así, las encuestas – esos efectivos instrumentos de movilización del voto – manifestaban, vez tras vez, un reseñable descenso de votantes del PP. Ante esta situación, los palmeros de Rajoy, que creyeron más lógico alimentar el comunismo que enmendar los errores cometidos, pergeñaron una estrategia que no podía fallar: apelar al voto del miedo.

Es en este punto cuando aparece Pablo Iglesias. Súbitamente – o más bien por expreso encargo de los ominosos augures demoscópicos del Partido Popular - el barrabás de la España contemporánea comenzó a aparecer día y noche en los platós de televisión. De este modo, aprovechando el descontento social provocado por la corrupción y la dramática situación económica, Iglesias alcanzó la notoriedad suficiente para formar un partido político, cosa que hizo allá por el invierno del 2014. ¡Et voilà! Rajoy ya había creado el monstruo que le permitiría recuperar a esos votantes que, traicionados, jamás regresarían al seno de su partido de no existir la fiera comunista.

Fueron sucediéndose las elecciones, y la bestia engordaba sobremanera, pues devoraba con fruición la pitanza del PSOE. Los populares se percataron de que este desmedido crecimiento de la criatura les venía muy bien; alimentaba el miedo, que era el único recurso al que podían echar mano para no caer en la insignificancia de los setenta diputados. Y, así, siguieron lanzando carne al ser. Podemos en las televisiones por el día, Podemos en las televisiones por la noche.


Y con estas condiciones llegamos a la campaña de las elecciones del 26 de junio. Al PSOE, tras haber perdido su merienda, bien podríamos asemejarlo a un fútil espectro; Podemos, ya obeso, se encamina desatado al asalto del cielo; y el PP, contumaz como el demente que golpea su cabeza contra un muro, sigue deleitando a los más fieles de la parroquia con los repugnantes acordes del miedo. Lo más trágico de todo esto es que algunos sigan viendo como valladar frente a la criatura a aquellos que no hicieron sino desenjaularla.

domingo, 8 de mayo de 2016

"La extrema derecha"

El Tribunal de la Santa Corrección Política ha fijado en los partidos de “extrema derecha” su objetivo. Tan deshonroso e hipócrita tribunal, que proclama la ausencia de verdad inmutable como única verdad inmutable, ha colmado a partidos como Ley y Justicia y Alternativa por Alemania de insultos y estigmas que van desde “populistas” a “neonazis” pasando por “eurófobos”. Así es el rebaño; sólo cree en la democracia cuando son los suyos los que ganan. Permitirán ustedes, queridos lectores, que yo no caiga en la estulticia del estigma y en la simpleza del insulto. No me gusta eso de obviar que, tras los partidos a los que algunos tildan de extrema derecha, hay gente - con anhelos, pesares y preocupaciones - que introduce su papeleta en la urna.

Yo encontraría justificados los estigmas si los partidos que los padecen desearan, como Podemos, cargarse la legalidad, la democracia y la nación. Pero nada más lejos de la realidad. Lo cierto es que tanto el Frente Nacional como la FPO – y demás partidos - respetan y defienden estos tres conceptos. No tienen problema alguno con el Estado de Derecho, y la libertad no les provoca urticaria. Es más, dicen defenderla. Se preguntarán ustedes, pues, cuál es el imperdonable inconveniente que el Tribunal de la Santa Corrección Política percibe en estos movimientos. Creo tener la respuesta. Cuestionan las ideas que, en los últimos años, los ominosos intereses de ciertos próceres en la sombra han erigido en dogmas irrefutables. No comulgan con el multiculturalismo ni con la ideología de género; desconfían profundamente de los burócratas de Bruselas y quieren preservar la soberanía nacional.

La caricatura que los medios de comunicación nos brindan de estos partidos nos induce a pensar que sus votantes son lunáticos ansiosos por matar musulmanes o viejos rijosos excitados con la sola idea de reducir la UE a cenizas. Sin embargo, esto se antoja aún más hiperbólico que el teatro de Valle Inclán, pues los grupos políticos en cuestión son más bien transversales. Acogen en su seno tanto al obrero al que la izquierda dejó de lado tras la revolución del 68 como a esa clase media proletarizada, condenada al mileurismo; reciben el voto tanto de ese buen alemán que ha tenido que ver su pueblo convertido en un gran gueto islámico como de ese polaco que sabe bien que las raíces de Occidente se hunden en el cristianismo.


Anoche soñé con una Europa que, percatándose de su error, dejaba atrás el relativismo, la ideología de género y el multiculturalismo; con una Europa que, frente a los sombríos designios de la Unión Europea, reivindicaba la soberanía nacional. Ha sido ese sueño el que me ha instado a sentar mis posaderas sobre la silla y a escribir este artículo. Simplemente quería decirles que, cuanto mejor les vaya a los partidos estigmatizados, más cerca estará mi sueño de tornarse en realidad.

domingo, 17 de abril de 2016

Un infierno orwelliano

El pasado 14 de abril, Pablo Iglesias reivindicaba, a través de un tuit propio de un verdadero indigente intelectual, la bondad histórica de la II República española. El infausto mensaje, difundido por más de cinco mil personas, decía así: “Elecciones limpias, voto femenino, matrimonio civil, divorcio, educación pública. ¿Se puede ser demócrata y no reivindicar la II República?”. Como cualquier persona mínimamente formada percibirá, Iglesias miente con desvergüenza desmedida.

El líder de Podemos y su jauría de necios útiles – los que retuitean – eluden mentar que esas elecciones limpias de las que hablan fueron amañadas en 1933, cuando el PSOE no permitió gobernar a la CEDA, partido más votado; y en febrero de 1936, cuando, tal y como han demostrado historiadores como Pío Moa o Stanley Paine, el Frente Popular se impuso a las derechas en un proceso electoral caracterizado por el fraude. En realidad, el respeto de los líderes republicanos izquierdistas por las elecciones y la democracia quedó retratado en el mismo advenimiento de la república. Y es que conviene recordarles a Iglesias y a su ejército de osados ignorantes que el régimen republicano fue proclamado tras unas elecciones municipales en que las candidaturas monárquicas obtuvieron una holgada mayoría de concejales.

El barrabás contemporáneo y su rebaño de adocenados seguidores evitan mencionar, asimismo, que el sufragio femenino se aprobó a instancias de las derechas (¡la izquierda se opuso alegando que las mujeres votarían lo que los curas y sus maridos les ordenasen!). En cuanto a lo de la educación pública, es preciso recordarle a Pablo Iglesias que fue en la primera década del régimen franquista cuando se produjo un descenso reseñable del analfabetismo.

Sin embargo, lo dramático no es que el líder de Podemos y su banda de matones tuiteros desconozcan o falseen la verdad histórica, sino que nadie se moleste a hacerles frente. Nadie, en esta España acomodada sobre el diván de la mentira, está dispuesto a luchar por defender la verdad. Ni el votante medio del PSOE, ni el del PP, ni el de Ciudadanos exhibe la más mínima inquietud por el constante falseamiento de nuestra historia. Es más, quienes aprobaron y quienes refrendaron – con su cobarde inacción – la torticera Ley de Memoria Histórica ni llevan coleta ni visten ropa de Alcampo.


La España actual es preocupantemente similar a la Inglaterra imaginada por Orwell en 1984. Un país en que la historia y el pasado son dictados – y falseados – por ley; un país en que son pocos los que siguen atreviéndose a decir que dos más dos son cuatro y que libertad no es esclavitud.

viernes, 25 de marzo de 2016

La Europa cobarde

Los atentados de Bruselas han venido seguidos de lágrimas secretadas por el conjunto de la sociedad occidental. Lágrimas en forma de bandera, lágrimas en forma de “je suis” y lágrimas en forma de “vencerá la democracia”. Lágrimas, en apariencia, sentimentales, emotivas, con un entrañable toque de postureo. Sin embargo, si uno trasciende lo material para remontarse a lo espiritual, se percatará de que son éstas lágrimas de cobardía, lágrimas cuyo mayor anhelo es, tristemente, no enfrentarse a la dura realidad que nos acucia.

Pocos discutirán que no hay mayor muestra de cobardía que rehuir el enfrentamiento con la realidad. Los europeos preferimos no reconocer que estamos en guerra. En una guerra sucia, en una guerra que nos enfrenta a bárbaros que se aprovechan de nuestra tolerancia para habitar entre nosotros. Preferimos pensar que nuestro enemigo es algo tan abstracto como el terrorismo; un terrorismo que, decimos, nada tiene que ver con el islam. Mas no es así. Incluso los políticos más iletrados son plenamente conscientes de que la yihad es una constante en la historia del islam. Preferimos pensar, cual si fuésemos ingenuos niños de cuatro años, que el islam es compatible con Occidente, que los musulmanes pueden integrarse a nuestra forma de vida. No obstante, lo cierto es que jamás se adaptarán; jamás aceptarán principios tan occidentales como la separación entre los asuntos de Dios y los del césar, la igualdad de todos los seres humanos y la libertad.

Hoy, Europa ha decidido continuar refugiada en el ilusorio mundo de las vacaciones pagadas y las masturbaciones diarias; en el ilusorio mundo del hedonismo y el “carpe diem”. Los europeos creemos que la libertad y la seguridad no implican sacrificios, que son un derecho del que nadie nos puede privar. Y lo más trágico es que nos parapetamos tras esta pueril creencia para no asumir la realidad.


Europa tiene dos enemigos. El primero de ellos es el islamismo. Es éste un enemigo sin escrúpulos, cruel, perfectamente conocedor de su objetivo, al contrario que nosotros. El segundo es nuestra conciencia. Sí, esa conciencia débil que nos impide reconocer la realidad y enfrentarnos a ella; esa conciencia débil que nos invita a mirar para otro lado aun cuando somos conscientes de que lo peor está por venir; esa conciencia débil que nos postra como a miserables ante un enemigo que sabe que nos tiene a su merced.