domingo, 28 de enero de 2018

Hacia un nuevo léxico político

Por Juan Oltra, firma invitada

Que sí.  Que a estas alturas ya nos hemos enterado todos. No somos de izquierdas ni de derechas. El repertorio fraseológico es tan amplio como repetido. Es hemiplejia moral; es ceguera intelectual; es una perfecta imbecilidad… En fin, lo de siempre. Nos sabemos magníficamente la lección, vaya.

Reconozco, como el que más, lo afortunado que estuvo en este punto Ortega y lo aprovechable de esa ruptura con ambos posicionamientos, en cuanto epifenómenos de un mismo proceso revolucionario.

Pero hagan el favor: miren a su alrededor. Izquierda y derecha han volado por los aires. Estas categorías no sirven ya ni como etiquetas. ¿No creen que viene siendo hora de renovar nuestro lenguaje político?

Hablar de “las derechas” siempre ha resultado complejo y polémico. Si algo parece habernos quedado claro es que emplear el término en singular es casi una aberración académica. Pero, más allá de la complejidad semántica, es fácilmente constatable que decirse “de derechas” ha llevado aparejada desde hace décadas una nota social de infamia. Precisamente por ésto, los acomplejados herederos de este bagaje político son los primeros en desentenderse de él o en apresurarse a lavarle el rostro y dar una imagen más cool. En este sentido, el ejemplo de Cristina Cifuentes resulta paradigmático. En efecto, se han integrado a la perfección ─incluso promoviéndolo─ en el consenso socialdemócrata que sustenta al régimen partitocrático del 78, y que constituye uno de los ejes del Mátrix progre, en genial expresión de Juan Manuel de Prada.

Sin embargo, donde se observa con mayor claridad la pérdida de relevancia de la vieja dialéctica derecha-izquierda, es en el análisis de la evolución de esta última.

Fueron “poetas” como A.  Ginsberg quienes sentaron las bases de la metamorfosis izquierdista. Comienzan a divulgar en Estados Unidos los postulados freudomarxistas heredados de la Escuela de Frankfurt, y es así como las obsesiones sobre la sexualidad comienzan a eclipsar el discurso clásico de la izquierda. Asimismo, el individualismo moderno más extremo se abre paso velozmente frente a la idea ─también moderna, pero no ajena a la izquierda─ de colectividad.

Las influencias de esta izquierda renovada se extienden en la juventud, especialmente en el ámbito universitario. Y llegamos así, en Europa, a mayo del 68. Pese a que original y epidérmicamente el mayo francés recogiese reivindicaciones sociales; en el fondo constituyó el cénit del proyecto nihilista que se inició en los albores de la modernidad. 
El hedonismo, el materialismo y el individualismo egoísta que importasen los Estados Unidos, regresaban a Europa con mayor proyección y fuerza que nunca. Las más infantilizadas utopías compendiadas en estúpidos eslóganes, se combinaban contradictoriamente con la admiración hacia la China de Mao.

Pero no nos engañemos. El supuesto carácter transgresor del fenómeno no excedió los límites de la moral. Y, aun así, se trató de una transgresión subvencionada. En efecto, mayo del 68 supuso la alianza decisiva entre el modelo económico capitalista y la progresía cultural. Al reflexionar sobre estas cuestiones no podemos dejar de recordar las tesis de Augusto del Noce, quien consideraba que la aplicación del marxismo, en general, había contribuido a “pulir” la moral burguesa. Se desembarazaba así de toda reminiscencia a conceptos tradicionales, y la moral burguesa-cristiana pasaba a ser una moral burguesa pura. Es por ello que, siguiendo a del Noce, nos atrevemos a asegurar que mayo del 68 pasó a la Historia como la última de las revoluciones (intra)burguesas.

Al decir de Alain de Benoist, «lejos de exaltar una disciplina revolucionaria, sus partidarios querían ante todo “prohibir las prohibiciones” y “gozar sin barreras”. Muy pronto se dieron cuenta de que hacer la revolución y ponerse “al servicio del pueblo” no era el mejor camino para satisfacer sus deseos. Por el contrario, comprendieron que éstos se verían satisfechos con mayor seguridad en una sociedad liberal permisiva. Y se terminaron aliando de forma natural con el capitalismo liberal, lo que no dejó de reportar, a un buen número de ellos, ventajas materiales y financieras».

Será esta nueva izquierda la que arríe paulatinamente las banderas de la justicia social para sustituirlas por las de la justicia antropológica, como bien apunta Dalmacio Negro en recientes estudios.

La desmembración de la sociedad en multitud de colectivos; la ruptura del lazo social y la creciente abulia, conformismo y despreocupación de los ciudadanos —descompromiso que encuentra sus mejores reflejos en España, donde se ha implantado ejemplarmente el homo festivus— hacen que las llamadas luchas posmodernas derivadas de la hegemonía ideológica de esa izquierda (que triunfó culturalmente en aquellos años, y que políticamente comienza a conseguirlo ahora), cumplan eficientemente tres funciones principales. A saber:

Controlar el pensamiento, que se puede desarrollar solamente dentro de unos límites marcados por la mal llamada “corrección” política.

- Destruir todos los elementos orgánicos que aun pudiesen conservar, o desde los que reconstruir, la noción de comunidad y de bien común. El individuo aislado e independiente, atomizado. Se busca completar su emancipación, en definitiva.

Fijar el foco de atención sobre unos productos ideológicos artificiosos (pansexualismo, ecologismo, antirracismo (mención aparte merecería el multiculturalismo), veganismo, feminismo y abortismo, pacifismo, animalismo, proclamación de infinidad de “identidades” de género…) para desviar la atención de las cuestiones verdaderamente cruciales.

Resulta cuanto menos sospechosa la confluencia de intereses entre las agendas de las élites y las de los colectivos protagonistas de estas reivindicaciones humanitaristas posmodernas. Son los grandes magnates quienes financian las actuaciones de los lobbies, tras lo cual pasan a ser considerados poco menos que filántropos. Puede que el personaje más conocido a este respecto actualmente sea George Soros con su fundación, significativamente denominada Open Society.

Su táctica será muy reprobable, pero funciona. Mientras perdemos el tiempo enzarzados en absurdos debates sobre si los niños tienen vulva; o sobre si es posible que una mujer contraiga matrimonio con una estación de tren, las oligarquías financiero-mediáticas continúan desarmando nuestra soberanía social, destruyendo nuestros derechos y disolviendo la identidad de los pueblos.

Y si continuamos con el viejo lenguaje dialéctico izquierda-derecha, acabaremos convenciéndonos, en perfecta sintonía con los tertulianos sabatinos de 13 TV, de que Pablo Iglesias o Pedro Sánchez son peligrosos revolucionarios. Creo que no supone ninguna novedad desmentirlo. Están consagrados al servicio de la tiranía socialdemócrata y de esas luchas posmodernas que el capitalismo global ha hecho suyas por serles de una rentabilidad inusitada.

Los términos, insisto, deben de ser actualizados. La verdadera disidencia al mundo moderno solo puede provenir de una oposición real ─ya se plantee en clave política o metapolítica─ al reino de la uni-forma y a los mitos e imaginarios que inauguró el totalitario discurso ilustrado.

Y sí. Izquierda y derecha van de la mano. Asumámoslo de una vez. No reside ahí la tensión de nuestro tiempo.

Más allá de recetas económicas concretas y de propuestas contingentes, el devenir de España vendrá determinado por una batalla entre quienes se doblegan a las élites cosmopolitas y quienes, por contra, se niegan a sacrificar la tradición.

Entre quienes balcanizan sociedades inventando y financiando colectivos, y quienes buscan preservar la natural convivencia de las partes que componen el Todo.

Éste es el (no tan) nuevo dilema. Oligarquía o pueblo. Armonía del hombre con su contorno, o desarraigo.

martes, 23 de enero de 2018

Trump, ¿ruptura o continuidad?


Trump ha asumido como propia la averiada política exterior que impulsaban sus predecesores; esa política exterior que, pese a los esfuerzos del inmisericordemente defenestrado Steve Bannon, sigue desprendiendo hoy un insoportable hedor neocón.
Cuando hace poco más de un año Donald Trump fue investido como presidente de Estados Unidos, algunos ingenuos albergábamos en nuestra alma la esperanza propia de quien ve próxima la victoria. Creíamos, basándonos en lo acaecido en campaña electoral, que el acceso a la Casa Blanca de ese magnate de mirada torva, cabellos amarillentos y determinación enérgica acabaría con muchos de los problemas que afligen al mundo hodierno: el inhumano proceso de globalización, el intervencionismo estadounidense en política exterior y esa semilla de anarquía moral que las organizaciones internacionales pretenden sembrar en todos los países del mundo.

Sin embargo, la dura realidad es que pecábamos de optimistas (que siempre es mejor que pecar de lo contrario). El compromiso del republicano de tornar América grande otra vez y de combatir el globalismo ha devenido en burda entelequia. No en vano, Trump ha asumido como propia la averiada política exterior que impulsaban sus predecesores; esa política que, pese a los esfuerzos del inmisericordemente defenestrado Steve Bannon, sigue desprendiendo hoy un insoportable hedor neocón.

No obstante su afán preelectoral de diferenciarse del establishment republicano, lo cierto es que el extravagante presidente no ha hecho en su mandato nada demasiado distinto a lo que habría hecho un republicano cualquiera. Así, se ha manifestado contrario al aborto con loable elocuencia – elocuencia que, desgradaciadamente, no se ha plasmado en demasiadas acciones concretas –, ha pronunciado emotivos alegatos en defensa de ese masónico ideal denominado ‘libertad religiosa’ y ha perseverado en la mesiánica manía republicana de concebir a Estados Unidos como gran árbitro mundial y epítome de cuantas virtudes existen.

De esta manera, la presidencia de Trump, que ha suscitado la indignación de una prensa sectaria hasta los tuétanos, tiene mucho de claroscuro. Medidas que deberían regocijar a todo hombre comprometido con la defensa de la civilización occidental – tales como la protección de los cristianos perseguidos y la lucha contra ese sutil genocidio llamado aborto – han confluido con medidas que escandalizan a todos los que apoyamos al republicano antes de las elecciones generales. Entre éstas se halla el incondicional apoyo que ha mostrado a Arabia Saudí (principal promotor a nivel mundial del fundamentalismo islámico) y su renuencia a mejorar las tensas y conflictivas relaciones existentes entre Estados Unidos y Rusia.


El mundo no es un lugar más justo después del primer año de presidencia de Donald Trump. Es cierto, por ejemplo, que la cultura de la muerte ha retrocedido levemente y que ahora los cristianos perseguidos cuentan con el respaldo de una persona que acumula ingente poder. No obstante, debemos recordar que el globalismo no ha visto amenazadas sus viciadas aspiraciones y que la política exterior norteamericana sigue agitando avisperos que presentarían un aspecto más amable si permaneciesen en estado de quietud.