lunes, 12 de septiembre de 2016

La paz colombiana o la muerte de la justicia

Corría el año 1957 cuando izquierdistas y derechistas acordaron, en Colombia, establecer un sistema de alternancia en el poder para acabar con la dictadura de Rojas Pinilla. Este régimen político, que sentaba sus bases en la democracia, brindó una estabilidad a Colombia por la que sus gentes clamaban desde años atrás. No obstante, dejó al margen del tablero político a sectores sociales que, fatalmente inspirados por la reciente Revolución cubana, anhelaban llevar a la tierra natal de García Márquez los ominosos vientos del comunismo. Esto, al menos en parte, provocó el surgimiento de la guerrilla de las FARC, cuyas prácticas narcoterroristas han sido padecidas por una ingente cantidad de personas hasta hoy.

Precisamente hogaño el mundo celebra unos acuerdos de paz, firmados por el Gobierno colombiano y la narcoguerrilla, que pondrán fin presuntamente a un conflicto que hunde sus raíces en la turbulenta década de los sesenta. Sin embargo, el alborozo exhibido por la comunidad internacional a este respecto no puede ser más infundado. Y es que el pacto de paz alcanzado en La Habana – la ubicación no es casual – se cisca en los conceptos de justicia y moral, y fracasa cuando de diferenciar entre víctimas y victimarios se trata. Así, prevé condenas irrisorias para los miembros de las FARC que reconozcan sus delitos, garantiza la elegibilidad política a los integrantes de la narcoguerrilla y no asegura, ni mucho menos, que ésta vaya a dejar de obrar como un cártel violento. Tal es el agravio al que los acuerdos someten al pueblo colombiano que su Gobierno se las ha ingeniado para que aquéllos sólo requieran, a fin de ser refrendados, un 13 por ciento de votos afirmativos en el plebiscito que se celebrará dentro de algo más de dos semanas.

El presidente colombiano, Juan Manuel Santos, ha echado por la borda, con su claudicante acuerdo, el legado de ex mandatarios como Andrés Pastrana y Álvaro Uribe, que sudaron sangre para combatir a las FARC. Y con resultados. No en vano, el Plan Colombia – una de las pocas ideas felices de la Administración Clinton – y la firmeza de Uribe permitieron reducir los cultivos de coca de 180.000 hectáreas a 40.000 (hoy, bajo el Gobierno de Santos, éstos se extienden hasta las 200.000 hectáreas).


Influido por una norma despreciable que goza de salud vigorosa en nuestros días, el ejecutivo colombiano ha elegido la alternativa de la paz a cualquier precio, como en su momento hizo Zapatero con ETA. Sin embargo, por mucho que se afane la corrección política, la paz no es y no será nunca un fin en sí mismo, pues está – o al menos debiera estar – supeditada a conceptos como la justicia y el bien. Es más, quien, como Santos, renuncia a la justicia en aras de alcanzar la paz habrá de vivir con la certidumbre de que no encontrará jamás ni la una ni la otra.

2 comentarios:

  1. La comparativa con la gestión de Zapatero para con ETA me parece fuera de la proporcionalidad. En circunstancias como aquellas hay dos opciones a elegir una: Paz o justicia. Y advierto, se llaman "Acuerdos de Paz". Y me consta que si se orientase hacia "la justicia", acuerdo habría ninguno, tanto en el caso español(ETA) como en el colombiano (FARC y su escuadrilla).

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  2. La comparativa con la gestión de Zapatero para con ETA me parece fuera de la proporcionalidad. En circunstancias como aquellas hay dos opciones a elegir una: Paz o justicia. Y advierto, se llaman "Acuerdos de Paz". Y me consta que si se orientase hacia "la justicia", acuerdo habría ninguno, tanto en el caso español(ETA) como en el colombiano (FARC y su escuadrilla).

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