martes, 23 de enero de 2018

Trump, ¿ruptura o continuidad?


Trump ha asumido como propia la averiada política exterior que impulsaban sus predecesores; esa política exterior que, pese a los esfuerzos del inmisericordemente defenestrado Steve Bannon, sigue desprendiendo hoy un insoportable hedor neocón.
Cuando hace poco más de un año Donald Trump fue investido como presidente de Estados Unidos, algunos ingenuos albergábamos en nuestra alma la esperanza propia de quien ve próxima la victoria. Creíamos, basándonos en lo acaecido en campaña electoral, que el acceso a la Casa Blanca de ese magnate de mirada torva, cabellos amarillentos y determinación enérgica acabaría con muchos de los problemas que afligen al mundo hodierno: el inhumano proceso de globalización, el intervencionismo estadounidense en política exterior y esa semilla de anarquía moral que las organizaciones internacionales pretenden sembrar en todos los países del mundo.

Sin embargo, la dura realidad es que pecábamos de optimistas (que siempre es mejor que pecar de lo contrario). El compromiso del republicano de tornar América grande otra vez y de combatir el globalismo ha devenido en burda entelequia. No en vano, Trump ha asumido como propia la averiada política exterior que impulsaban sus predecesores; esa política que, pese a los esfuerzos del inmisericordemente defenestrado Steve Bannon, sigue desprendiendo hoy un insoportable hedor neocón.

No obstante su afán preelectoral de diferenciarse del establishment republicano, lo cierto es que el extravagante presidente no ha hecho en su mandato nada demasiado distinto a lo que habría hecho un republicano cualquiera. Así, se ha manifestado contrario al aborto con loable elocuencia – elocuencia que, desgradaciadamente, no se ha plasmado en demasiadas acciones concretas –, ha pronunciado emotivos alegatos en defensa de ese masónico ideal denominado ‘libertad religiosa’ y ha perseverado en la mesiánica manía republicana de concebir a Estados Unidos como gran árbitro mundial y epítome de cuantas virtudes existen.

De esta manera, la presidencia de Trump, que ha suscitado la indignación de una prensa sectaria hasta los tuétanos, tiene mucho de claroscuro. Medidas que deberían regocijar a todo hombre comprometido con la defensa de la civilización occidental – tales como la protección de los cristianos perseguidos y la lucha contra ese sutil genocidio llamado aborto – han confluido con medidas que escandalizan a todos los que apoyamos al republicano antes de las elecciones generales. Entre éstas se halla el incondicional apoyo que ha mostrado a Arabia Saudí (principal promotor a nivel mundial del fundamentalismo islámico) y su renuencia a mejorar las tensas y conflictivas relaciones existentes entre Estados Unidos y Rusia.


El mundo no es un lugar más justo después del primer año de presidencia de Donald Trump. Es cierto, por ejemplo, que la cultura de la muerte ha retrocedido levemente y que ahora los cristianos perseguidos cuentan con el respaldo de una persona que acumula ingente poder. No obstante, debemos recordar que el globalismo no ha visto amenazadas sus viciadas aspiraciones y que la política exterior norteamericana sigue agitando avisperos que presentarían un aspecto más amable si permaneciesen en estado de quietud. 

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