lunes, 17 de septiembre de 2018

El mito de la independencia

Un hombre feliz no es feliz por sus propios méritos; lo es porque hay otro – u Otro – que ha decidido amarlo incondicionalmente. Un hombre no es bueno por sus propios méritos; lo es porque hay Otro que lo sostiene, que lo impulsa.

Quizá uno de los más desapercibidos males que afligen a las sociedades occidentales contemporáneas sea la veneración de la independencia. En nuestra época, los hombres que despiertan admiración entre sus congéneres no son aquéllos que se confían a Dios y se apoyan en otros hombres, sino los que se ‘hacen a sí mismos’, los que toman las riendas de su porvenir y afirman sin cesar, jactanciosos, su ilimitada libertad. Tanto es así, que la independencia se ha tornado incluso en objetivo político de los burgueses catalanes y en lema vacío del periodismo ‘pompier’; también en pretexto que justifica la eliminación sistemática de los niños con discapacidad en el vientre de sus madres.

Habrá quien sostenga que esta inclinación social no constituye mal alguno. Lo más natural, dirá, es que el hombre persiga con avidez la independencia, pues sólo con ella será verdaderamente libre. Se trata de un razonamiento – falaz – propio de sociedades capitalistas, donde el irrefrenable deseo de ganancia va conformando poco a poco una mentalidad individualista, una mentalidad que se asienta sobre la premisa de que el hombre fuerte es aquél no se apoya en el prójimo (más que para obtener un beneficio económico, claro).

Lo cierto, sin embargo, es que el hombre verdaderamente fuerte es aquél que vence – con el auxilio de la gracia – la tentación de la soberbia y, humilde, se reconoce dependiente por naturaleza. No sólo necesitamos al otro para alcanzar cierta prosperidad económica, sino también para colmar el anhelo de plenitud que nos es propio. Un hombre feliz no lo es por sus propios méritos; lo es porque hay otro – u Otro – que ha decidido amarlo incondicionalmente. Un hombre no es bueno por sus propios méritos; lo es porque hay Otro que lo sostiene, que lo impulsa. El ser humano aislado, emancipado de las ‘ataduras’ comunitarias y divinas, no es libre; es simplemente infeliz e incapaz.


Decía San Agustín que ‘nuestra firmeza es verdadera mientras eres Tú mismo; pero, cuando es firmeza nuestra, es debilidad’. Quizá sea ésa una de las más elementales verdades que enuncia el catolicismo: que nosotros no nos bastamos; que el hombre, en tanto que hombre, nada puede lograr por su individual esfuerzo. Lo sostiene la gracia de Dios, y no es capaz sino del mal cuando se cierra a ella para afirmarse sí mismo. 

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