miércoles, 16 de septiembre de 2015

En defensa de los toros


El otro día veía en televisión, al tiempo que mi tez se enrojecía de ira, una manifestación antitaurina de éstas la mar de progres. Los individuos – llamarlos personas sería demasiado a juzgar por su comportamiento – que abarrotaban la siniestra concentración gritaban algo así como “¡no al asesinato!” y vestían ropajes embadurnados de pintura roja al más puro estilo de película de zombies. Quizás era eso lo único que les confería una miaja de encanto. Incluso de ternura. Todavía les espero en alguna manifestación contra el aborto clamando por el derecho a la vida.

Sé poco de toros. Lo suficiente, eso sí, para escribir este artículo y ciscarme en la madre que parió a los de la manifa. El toreo es el relato de una vida en veinte minutos. En él fluyen, como lágrimas que caen sobre los pómulos de una mujer despechada, los atributos que, inexorablemente, marcan la vida del hombre bueno. El honor, la dignidad, la fe, la vergüenza y la elegancia del torero; la noble bravura del toro que pretende morir matando. Y ante ellos, un público sabio que condena la crueldad y aplaude la valentía; que desprecia la mediocridad y busca la excelencia.

Los que se llenan la boca diciendo que proscribirían la tauromaquia olvidan siempre mencionar que los toros de lidia viven como rajás hasta que saltan al ruedo, donde se les ofrece la oportunidad de morir dignamente, de morir dejando su pequeña huella de pezuña en la superficie enfangada de la historia. Olvidan mencionar que, sin la tauromaquia, el toro bravo se habría extinguido tiempo ha. Desconocen, supongo, que los animales – y los toros son animales - no son sujeto de derecho en tanto que a éstos no se les puede pedir obligaciones. ¡Hagamos al toro acatar las leyes! Y si mata, a la cárcel. Sería la gota que colmase el vaso rebosante de nuestra demencia.


A los de las manifestación les importa un higo la suerte del toro; les es indiferente que éste sufra o que se fume un puro. Atacarían también el mus si hallaran forma de hacerlo. Les mueve la patológica aversión de la izquierda hacia España, el irremediable desprecio por su tradición. Camuflan de bondad y empatía lo que no es sino muestra de incurable resentimiento, de insano rencor. No descansarán hasta que la cultura de una de esas tres o cuatro patrias que construyeron el mundo acabe arrojada en el basurero del olvido.

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