miércoles, 30 de noviembre de 2016

La farsa de la tolerancia

Uno de los vocablos más pronunciados en el delicuescente mundo occidental es el de “tolerancia”. Lo que, según Chesterton, no es más que la virtud del hombre sin principios es elevado, al menos aparentemente, por la corrección política y sus apóstoles a la condición de virtud suprema; virtud de la que emanan todos los valores democráticos, que no son sino el substitutivo pagano de los diez mandamientos. Sin embargo, a nadie se le escapa que nuestra época – quizá como todas – quiere perpetuar su cosmovisión y que, por tanto, centra todos sus esfuerzos en impedir que florezcan las ideas más perniciosas para aquélla. De este modo, el mundo contemporáneo, al que su proclamada superioridad moral no le permite servirse de los métodos tradicionales de censura, ha ideado eficaces y sutiles formas de proscribir las ideas más inactuales: el estigma intelectual, la marginación social, el descrédito…

A poco que uno trate de comprender la posmodernidad y a sus elites intelectuales, se percatará de que una de sus grandes características es, paradójicamente, la intolerancia. La intolerancia con aquéllos que persiguen cambiar lo esencial de nuestro mundo; con aquéllos que no comulgan – y no tienen reparo en decirlo – con los tres pilares que sustentan el pensamiento dominante hodierno: el globalismo (y el consecuente desprecio por los estados-nación), la ideología de género y el materialismo. Así, quien discute estos grandes dogmas – erigidos, sorprendentemente, en época de relativismo – es inmediatamente confinado al ostracismo social por los medios de comunicación; o, en el mejor de los casos, despachado con una sardónica sonrisa de condescendencia.

En cualquier caso, el Tribunal de la Santa Corrección Política, tan maquiavélico como la serpiente, disimula el fuego de su hoguera repartiendo tolerancia, como se reparten caramelos en la fiesta de cumpleaños de un chiquillo, a quienes discrepan de su cosmovisión sólo en lo accesorio. Tolera – y alaba – a los grandes tiranos comunistas (tengamos presente que vivimos oprimidos por el yugo del marxismo cultural); tolera a los ultraliberales – progres de derechas -que quieren acabar con toda prestación social (son útiles para dinamitar los estados-nación y fomentar los movimientos migratorios masivos); y tolera a ese cristiano modosito y modernísimo que desea “adaptar la Iglesia a los nuevos tiempos” (por ejemplo, éste, aunque tratará de combatir el aborto, concluirá que debe respetar los designios de las mujeres: “yo no lo haría, pero…”). Emergen, así, ideas que parecen contrarias al sistema, pero que en verdad son parte de la alfalfa sistémica con que los promotores del pensamiento único ceban al rebaño.

Desengañémonos. Las constantes apelaciones a la tolerancia que emiten nuestros próceres espirituales no son más que una farsa; una farsa representada con objeto de que las masas adocenadas no caigan en la cuenta de que viven en una tiranía. 

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