Son
ingentes las loas que, en nuestro tiempo, la democracia recibe; es abrumadora
la adoración que nosotros, envueltos en su misterioso perfume teñido de
grandeza, profesamos a lo que en otras épocas – menos oprobiosas quizás – no
sería más que un simple régimen político. Sin embargo, estas figuradas
genuflexiones que hacemos cada vez que invocamos el nombre de la sacrosanta
democracia tienen un inocultable revestimiento de profunda ignorancia, de hondo
desconocimiento.
La
democracia – en el sentido propio del término, excluyendo el componente liberal
que hogaño la matiza – es una respuesta a la pregunta de “quién gobierna”, no a
la pregunta de “cómo se gobierna”. Así, no se antoja difícil alcanzar a comprender que la democracia, sin un reconocimiento previo de derechos
individuales inviolables y de una razonable limitación del poder público,
podría convertirse en el más despótico de los regímenes políticos, en el más
tiránico de los sistemas de organización social.
Y es
que nadie puede asegurar que la opinión de la mayoría sea, en todo momento,
moderada y respetuosa. Y menos en tiempos en que el ser humano ha dejado de
lado la razón para abrazar los sentimientos y las pasiones; en tiempos en que
el intelectualismo moral de Sócrates ha sido arrojado al basurero del olvido y
sustituido por esos emotivismo y subjetivismo moral que todo justifican. El ilimitado
gobierno del pueblo – es decir, de la mayoría – abrazaría la opresión estulta,
terminaría de cavar la tumba en que la sociedad hodierna anhela silenciar por
siempre a la verdad.
Las más
certeras críticas a un modelo de democracia pura fueron enunciadas por Constant
– con su distinción entre la libertad de los antiguos, basada en la
participación política, y la libertad de los modernos, centrada en la esfera
privada y la independencia individual – y Tocqueville – quien distinguió entre
la democracia despótica, en la que la soberanía del pueblo es ilimitada, y la
democracia liberal, en la que la soberanía del pueblo está constreñida por los
derechos individuales y la separación de poderes -. Ambos consideraban que la
democracia liberal, frente a la democracia pura, suaviza y limita las pasiones;
protege al pueblo de ser gobernado sempiternamente por la irracionalidad y las
emociones.
El ser
humano, innatamente tendente al mal, es voluble; sus opiniones cambian más que el bando de los italianos en una guerra. La construcción de un régimen
político dependiente exclusivamente de su voluntad no sólo aboca a la
inestabilidad y al desconcierto, sino que provoca la asunción de un relativismo
que, paradójicamente, podría acabar con ese sistema político.
No hay comentarios:
Publicar un comentario