viernes, 6 de marzo de 2015

Breve ensayo sobre los exámenes


El mundo de hoy – como, en general, todos los mundos – pretende engañarnos. Es malvado, camufla lo urgente como importante. Y nosotros, cual necios, caemos siempre en la trampa en un ejercicio de contumacia desmedida. Desechamos lo trascendente para centrarnos en lo superficialmente útil; desechamos lo maravilloso para garantizarnos una cómoda – entendiendo comodidad como molicie – supervivencia.

Los minutos inmediatamente anteriores a un examen, ya sea éste escolar o universitario, son minutos de gritos desesperados, de nervios a flor de piel, de lágrimas incomprensibles. “¡Voy a suspender!”, “¡no me lo sé!” son las oraciones más repetidas.

Estos gritos, estas lágrimas, esta desesperación anteriormente enunciada, no es fútil, no es banal. Refleja la forma en que el hombre de nuestro tiempo, quizás por pura inclinación natural, ha decidido vivir. Refleja el triunfo de lo útil, de lo superficial. Refleja el fracaso de lo trascendente, el declive de aquello que es útil en sentido más profundo.

De este modo, pueden concebirse los exámenes en dos niveles de realidad estrechamente relacionados y, a la vez, separados por un abismal océano. En el primer nivel, los exámenes tienden a ser tomados por los alumnos como un simple folio en el que vomitar las palabras que antes han, con escasa fruición, engullido; como una simple prueba que hay que superar para, en un futuro, contar los fajos de billetes por millones. En el segundo nivel, el examen se considera una oportunidad. Una oportunidad para cultivar – o seguir cultivando – el pensamiento creativo, una oportunidad para ser, de verdad y no sólo en apariencia, hombres.

Claro está que el primer nivel es indispensable, pero reducir la realidad a éste nos convierte en meros animales inmersos en la encarnizada lucha por sobrevivir, nos convierte en seres planos, superficiales y banales.

El segundo nivel de la realidad, por el contrario, es un nivel de oportunidades, de misterio, no de problemas. Requiere un cultivo constante, un verdadero interés. Esto es que, cuando el alumno haga un examen, se asombre, vea lo maravilloso de sus palabras; dude, fruto de su incapacidad para abarcar la compleja y diversa realidad con sus palabras.

Quizás sea la ambición, rayana en la codicia, la que lleve a casi todos los alumnos a concebir los exámenes como una prueba cuya superación es indispensable para ganar dinero, para que sus padres no los reprendan. Quizás sea la propia naturaleza (¡quién ha dicho que la ambición codiciosa no sea natural!) la que nos lleva a mirar los exámenes en el primer nivel de la realidad.

Sin embargo, incluso aceptando la ambición como algo natural en el ser humano, el alumno ha de ir más allá. Debe ser capaz de convertir ese supuestamente natural instinto de la ambición en algo más profundo, más sofisticado, que hacinar montañas y montañas de billetes en una caja fuerte. Debe ser capaz de traducir su ambición en ansias por convertirse en un verdadero ser humano, en ansias por saber – no por engullir y regurgitar palabras que no comprende – en ansias por alcanzar la Verdad.
 
Y es que la Verdad, la felicidad, ese fin al que tiende todo ser humano de forma inmanente, no entiende ni de urgencias ni de utilidades. ¿Quién sabe? Tal vez los exámenes sean un buen comienzo.



* Esta entrada corresponde a un examen que el autor hizo en la asignatura Introducción a los Estudios Universitarios. En esta prueba, el profesor nos instó a escribir sobre los exámenes en general atendiendo a la distinción de los dos niveles de la realidad que Alfonso López Quintás hace en algunos de sus libros.

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