martes, 4 de noviembre de 2014

Reflejo de una enfermedad



Los facinerosos desfilaban uno a uno en la entrada del juzgado. Debían pagar por sus delitos, por sus desmanes, por hacer lo habitualmente llamado “trincar de lo público”. Un enardecido gentío, ya cansado de la perpetua tomadura de pelo, de la aparente impunidad, les dedicaba los menos agradables insultos. Los increpaba sin percatarse de que los malvados que recibían sus gritos no eran sino la parte manifiesta de su latente enfermedad.
 
En ocasiones, los españoles tendemos a tratar a la clase política que padecemos cual si ésta fuese un islote; una unidad independiente de la sociedad; una especie de congregación de alienígenas que ninguna relación guarda con usted, querido lector, y conmigo. Solemos apreciar sus corruptelas como una realidad paralela ajena a nuestros poco ejemplares comportamientos.

Esto, en mi opinión, es un error rayano en lo pueril, pues no hay más que observar con cierto detenimiento la realidad que tan lóbrega se nos presenta para dilucidar que la casta política, cuya contumaz incapacidad y desfachatez sufrimos, es producto nuestro; es resultado de una sociedad enferma y obcecada. Una sociedad que, hasta este período de vacas flacas, había restado importancia a los desmanes de los políticos.

Queda muy bien, precisamente porque nos exime de culpa, criticar a los hampones que nos gobiernan y roban dejando al margen de la crítica a la ciudadanía. No obstante, es indispensable preguntarse si una banda de ladrones gobernaría en un país en que los niños no copiasen en los exámenes o en que la propia sociedad no arrojase al basurero del olvido su tradición; si una sociedad lúcida, leída y culta permitiría que una cuadrilla de golfos apandadores dirigiese sus pasos.

La respuesta a esta pregunta se me antoja accesible incluso para las mentes menos lúcidas: no, no se harían con el poder. Y es que si ahora tenemos que lidiar con unos políticos que se han corrompido hasta el tuétano es porque nosotros, anteriormente y en muestra de clara patología, hemos depositado nuestra confianza en ellos. Nosotros, y sólo nosotros, hemos delegado el poder en una banda de protervos inútiles. Nosotros, y sólo nosotros, somos los creadores del monstruo que hogaño nos devora con saña.

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