Son muchos los políticos y
no políticos de Occidente a los que hogaño podemos oír - con los aplausos del
Islam radical y Vladimir Putin de fondo - clamar por la abolición de los
Ministerios de Defensa y los ejércitos; por la eliminación y defenestración de
todo lo relacionado con lo militar. Todas estas reclamaciones, que bien podrían
ser llamadas rebuznos, son extremadamente sorprendentes si atendemos a que,
hace unos años, la mentalidad imperante era poco menos que antagónica.
Durante la Guerra Fría,
época en la que surgieron los estudios estratégicos como tales, el realismo se
erigió como principal mentalidad. El rasgo fundamental de esta escuela de
pensamiento era el deseo de que la Guerra Fría se prolongase sempiternamente,
pues consideraban que con ella, y las estrategias de disuasión de ambos bloques
enfrentados, se había alcanzado el período de relativa paz más largo de la
Historia.
Los realistas toman una
visión hobbesiana con respecto a la naturaleza humana. Para ellos, el ser
humano, a pesar de poder actuar, en ocasiones, de forma cooperativa o generosa,
tiende a la violencia, a la conflictividad y al egoísmo. Niegan, pues, de forma
tajante, esa concepción que señala al hombre como bueno y pacífico por simple
condición. En aras de controlar esta natural y brutal actitud del hombre, los
realistas buscan resolver los potenciales conflictos con el uso de la
estrategia. Puede decirse, por tanto, que el realismo ve como inexorables las
guerras entre Estados.
Su percepción sobre las
organizaciones internacionales destinadas a evitar la guerra es, evidentemente,
negativa. Los realistas, a pesar de admitir que los conflictos dentro de un
Estado sí pueden ser resueltos, consideran que los Estados respetarán las leyes
convenidas por esas mentadas organizaciones sólo hasta el momento en que dejen
de ser beneficiosas para ellos, sólo hasta el momento en que comiencen a jugar
en contra de sus propios intereses.
Con el fin de la Guerra
Fría, las tesis realistas quedaron superadas. Un mar de optimismo, que llevó a
muchos países a reducir los presupuestos destinados a la seguridad y a la defensa,
se abrió paso con anonadante rapidez. Como prueba de ello, el libro que Francis
Fukuyama publicó en 1992 (“El fin de la Historia y el último hombre), que
sostenía la idea de que –con la caída del mundo comunista y la victoria de las
democracias liberales- las revoluciones sangrientas y las guerras habían
llegado a su fin.
Sin embargo, muy pronto esa
euforia comenzó a disiparse como si de simple niebla se tratase. La primera
Guerra del Golfo, la desintegración de Yugoslavia y las guerras tribales en
África dejaron en evidencia a las personas que navegaban cómodamente en ese mar
de optimismo. Más tarde, el 11S, las guerras de Irak y Afganistán, y los
atentados terroristas en Madrid y Londres ya manifestaron la necesidad de los
estudios estratégicos, la necesidad de invertir en seguridad y defensa.
Por ello, va contra toda
lógica que algunos mantengan, hoy en día, la opinión de que debe reducirse el
presupuesto de los Estados dirigido a la seguridad y la defensa. Hoy en día,
mientras el Estado Islámico degüella a kurdos, cristianos y ateos. Hoy en día,
mientras Putin lucha por anexionarse el este de Ucrania. Hoy en día, mientras
de Europa salen un sinfín de milicianos yihadistas.
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