sábado, 13 de diciembre de 2014

Del realismo a la utopía

 
Son muchos los políticos y no políticos de Occidente a los que hogaño podemos oír - con los aplausos del Islam radical y Vladimir Putin de fondo - clamar por la abolición de los Ministerios de Defensa y los ejércitos; por la eliminación y defenestración de todo lo relacionado con lo militar. Todas estas reclamaciones, que bien podrían ser llamadas rebuznos, son extremadamente sorprendentes si atendemos a que, hace unos años, la mentalidad imperante era poco menos que antagónica.

Durante la Guerra Fría, época en la que surgieron los estudios estratégicos como tales, el realismo se erigió como principal mentalidad. El rasgo fundamental de esta escuela de pensamiento era el deseo de que la Guerra Fría se prolongase sempiternamente, pues consideraban que con ella, y las estrategias de disuasión de ambos bloques enfrentados, se había alcanzado el período de relativa paz más largo de la Historia.

Los realistas toman una visión hobbesiana con respecto a la naturaleza humana. Para ellos, el ser humano, a pesar de poder actuar, en ocasiones, de forma cooperativa o generosa, tiende a la violencia, a la conflictividad y al egoísmo. Niegan, pues, de forma tajante, esa concepción que señala al hombre como bueno y pacífico por simple condición. En aras de controlar esta natural y brutal actitud del hombre, los realistas buscan resolver los potenciales conflictos con el uso de la estrategia. Puede decirse, por tanto, que el realismo ve como inexorables las guerras entre Estados.

Su percepción sobre las organizaciones internacionales destinadas a evitar la guerra es, evidentemente, negativa. Los realistas, a pesar de admitir que los conflictos dentro de un Estado sí pueden ser resueltos, consideran que los Estados respetarán las leyes convenidas por esas mentadas organizaciones sólo hasta el momento en que dejen de ser beneficiosas para ellos, sólo hasta el momento en que comiencen a jugar en contra de sus propios intereses.

Con el fin de la Guerra Fría, las tesis realistas quedaron superadas. Un mar de optimismo, que llevó a muchos países a reducir los presupuestos destinados a la seguridad y a la defensa, se abrió paso con anonadante rapidez. Como prueba de ello, el libro que Francis Fukuyama publicó en 1992 (“El fin de la Historia y el último hombre), que sostenía la idea de que –con la caída del mundo comunista y la victoria de las democracias liberales- las revoluciones sangrientas y las guerras habían llegado a su fin.

Sin embargo, muy pronto esa euforia comenzó a disiparse como si de simple niebla se tratase. La primera Guerra del Golfo, la desintegración de Yugoslavia y las guerras tribales en África dejaron en evidencia a las personas que navegaban cómodamente en ese mar de optimismo. Más tarde, el 11S, las guerras de Irak y Afganistán, y los atentados terroristas en Madrid y Londres ya manifestaron la necesidad de los estudios estratégicos, la necesidad de invertir en seguridad y defensa.


Por ello, va contra toda lógica que algunos mantengan, hoy en día, la opinión de que debe reducirse el presupuesto de los Estados dirigido a la seguridad y la defensa. Hoy en día, mientras el Estado Islámico degüella a kurdos, cristianos y ateos. Hoy en día, mientras Putin lucha por anexionarse el este de Ucrania. Hoy en día, mientras de Europa salen un sinfín de milicianos yihadistas.

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